Peligro Minas!
Oda al Soldado Desconocido
“A la memoria, ya olvidada, de muchos».
Diez de diciembre del ochenta y seis, veintiocho de marzo del noventa y dos, treinta de abril del ochenta y cinco, trece de mayo del ochenta y seis, veintisiete de abril del dos mil uno… Meras fechas sin aparente sentido para nosotros, pero que se habían quedado grabadas a fuego y martilleban sin descanso los sueños, ahora convertidos en dura realidad, de nuestros protagonistas. Todos y cada uno de estos héroes anónimos recordaban el día, la hora, los minutos y el lugar exacto del comienzo de su pesadilla particular.
El cinco de noviembre de mil novecientos ochenta y seis, en un lugar conocido como Guanito, en el departamento de Nueva Segovia, cerca de la frontera maldita con Honduras, Felix Pedro Espinales pisó una mina. Una de tantas. Otra más. Aquella que llevaba escrito su nombre.
“De repente –relataba con voz tranquila y pausada el fatídico instante que marcaría el resto de su vida- todo se volvió blanco. Una gran luz lo invadió todo por completo. Sólo recuerdo a los pájaros agitando sus alas al viento…”
Despertó ya sobre la desvencijada camilla de un precario hospital sintiendo todavía como propios, los miembros arrancados por la deflagración. Un brazo: el izquierdo, y una pierna: también la izquierda, quedaron para siempre en las montañas. Él, como tremendo souvenir, solamente se pudo traer un puñado de borrosos recuerdos y las perennes marcas de la metralla sobre su enjuto organismo. Llagas imborrables que delimitaban las fronteras de aquel cuerpo marcado, por el odio atroz, entre los en otros tiempos hermanos.
(…)
El jodido click
Dieciséis años después, y demasiados nombres con historias idénticas más, recorro el mismo camino que Félix acompañando a dos zapadores del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Nicaragua. Su misión, duro, anónimo y poco reconocido trabajo: desactivar minas antipersona en mitad de ninguna parte.
No sé sus nombres, ni de dónde vienen. Tampoco si tienen familia, mujer e hijos. Sólo sé, lo siento al mirarles a los ojos, que saben que hoy no es su día. Hoy no les toca pagar el precio que todos y cada uno de ellos está dispuestos a pagar. Hoy hay visita.
¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos en nuestra vida a pagar el precio?
El único precio realmente interesante que podríamos llegar jamás a desembolsar.
Nos adentramos por el angosto sendero acotado por cintas amarillas y rojos carteles con inquietantes calaveras blancas. Con paso firme, en silencio. Intentando escuchar, y descifrar, el dulce sonido de la tierra mojada por la tormenta de verano. Ellos, con sonrisa pícara, bromeaban sobre la tipología de ruidos de la selva, sin apartar la mirada de la hojarasca del camino. Vos -entre risas-, ante todo, procure no escuchar el click jodido, ese furtivo y endemoniado chasquido que delimitaría el principio del fin.
De repente todo cambió. Las palabras y los chistes durante la caminata dejaron paso al estruendoso silencio roto de las montañas. Paramos en seco. Su mirada les delataba. Habíamos llegado allí donde las puertas están entreabiertas. Y ellos lo sabían muy, pero que muy bien.
Comenzaba entonces, el para ellos rutinario juego de la ruleta rusa a la Nicaragüense. ¡Con dos cojones! Encontrar la aguja en el pajar, ¡y sin pincharse!
Tras un buen rato rastreando el terreno con un extraño artilugio para detectar metales, protegidos únicamente con una simple viserilla de plástico sobre la cara -¡y luego dicen de David contra Goliat!-. Tras unos eternos segundos -las gotas de sudor surcaban los senderos de la existencia marcada por largas jornadas de sufrimiento propio y ajeno- apartando con una simple navaja, sin trampa, cartón o red, las malas hierbas que ocultaban el regalo mortal. Ahí estaba, en toda su infernal exuberancia la maldita bomba. Un pequeño artefacto, fabricado –solo cuesta 1 dólar producirle y 350 desactivarle- con la maquiavélica idea no de matar, sino mutilar y mantener vivo al pobre pardillo –la mayoría de las veces indefensos niños que lo confunden con un desconocido juguete- que osa pisar el fatal cachivache. ¡Hasta en la guerra miserable, se es más útil vivo –aunque lisiado, eso sí- que muerto!
Encendemos la mecha de la pequeña carga que se encargará de ejecutar el destino, anticipado y sin trofeo –gracias a no se sabe quién- del funesto trebejo, y a correr…
Bummm!!!
Aquel sobrecogedor estrépito todavía resuena en lo más profundo de mis entrañas. Bummm. Bummm. Bummm. Una y otra vez. Sin cesar. Veo, una tras otra, las caras de sus víctimas anónimas, cada noche al acostarme.
(…)
Pendón bicolor
¿Qué podemos esperar -si es que todavía no estamos escarmentados- de este a veces maravilloso mundo en el que vivimos, en el que se estima -¡pobres ilusos!- que hay 120 millones de estos cacharros –una por cada quince personas había en Nicaragua al finalizar la guerra, ¡que no está nada mal!- enterrados en más de ochenta países?
Juan Carlos Pellorín, Roman Miranda, Hermógenes López, José María Mayorga Guerrero, José Antonio Madariaga… La lista de mutilados es demasiado larga y dolorosa. Hombres, mujeres, niños… Todos hijos de una misma madre patria, bajo una misma bandera bicolor: azul y blanca, blanca y azul.
Y sin embargo su vida sigue, aunque con partes de sí mismos dejadas en los húmedos cafetales. Ahora, atados de forma perpetua a esa tosca prótesis de la que con suerte no tendrán que mudar hasta dentro de cuatro años. Los frijoles y el arroz no llegan solos a la mesa diaria. Hay que ir a buscarlos, a lucharlos, arrastrando ese pedazo bastardo de madera por el esquilmado suelo. Una jornada sí y la otra también. Día tras día, sin descanso ni posibilidad de queja. Hay demasiadas, pese a que solo se tenga una pierna y un brazo con los que poder trabajar, bocas- ocho son muchas bocas-, que alimentar.
(…)
Después de haber vivido más calamidades de las por muchos deseadas. Haber visto más muertos, enfermos o lisiados de los estrictamente necesarios. Haber fotografiado más heridas purulentas, más hambre y más sufrimiento de lo jamás imaginado… Todavía sigo creyendo a pies juntillas –no sé por qué extraña razón, ¿o sí?-, que el sueño merece la pena. Que no es tarde para nuestra salvación. Aunque si bien es cierto que aún muchas cosas -demasiadas- debemos aprender, todas se pueden resumir en una sola.
¿Estás dispuesto a pagar el precio?
Porque como tan sutilmente reza una de esas famosas frases por las que a diario lucho para que pueda servirme –gracias señor, allá en dónde quiera que estés, por descubrírmelo a tiempo- de adecuado epitafio: “a mi edad sólo gasto el dinero en aquello que me puedo beber”.