Y se Hizo la Luz
Expedición Médica Togo-Ghana-Benin 2006
Feliz Navidad!!!!!
Odio esta época del año en la que uno tiene que ser feliz por obligación. Me desesperan las reuniones familiares, la desalentadora búsqueda de regalos, las largas filas en los mercados, las cenas por compromiso, las caras de pseudo-felicidad del prójimo que se para en el coche de al lado en el semáforo en rojo… soy demasiado crítico? Eso es lo que me suelen decir. Menos mal que ya pasó.
Hay lugares en el mundo -ya he conocido demasiados- en los que este tiempo y sus desmesuradas celebraciones no llegan. Hay gente que no conoce, y que mucho menos se puede permitir el lujo de celebrar, el sentido de estas fiestas montadas alrededor del consumismo atroz y el despilfarro. Aunque esta vez sí voy a comentar algo sobre la entrega de regalos. Eso sí, una entrega de regalos diferente. Regalos de verdad. De esos que salen directamente de lo más profundo del corazón aun siendo fuera de la cita obligada del calendario navideño.
Érase una vez un lugar muy pero que muy pobre, en el que la televisión, los centros comerciales y los I pods de última tecnología no existían. Un enclave surrealista y lleno de magia en el que sus habitantes tenían una cosa más importante que hacer que obsesionarse con cosas superfluas: sobrevivir. Uno no conoce el verdadero sentido de esa extraña voz, hasta que se ve de lleno metido en la ciénaga oscura, silenciosa y llena de mierda, en medio de la preciosa, excitante y olvidad sabana africana.
Pero ahora sí. Con los años y el cúmulo de experiencias, he vuelto a tener fe y esperanza. Creo en Papa Noel, en los Reyes Magos, incluso -si se ponen estrictos y nostálgicos- hasta en el ratoncito Pérez. Los he conocido a todos y cada uno de ellos, allá en medio de la vasta explanada plena de piedras y sufrimiento. En los confines del mundo seguro y conocido. Eso sí, no portaban oro, ni incienso, ni mirra. Y mucho menos iban disfrazados con caros ropajes y anillos que relumbraban en la oscuridad de la noche. Santa Claus ya no tiene una gran barriga y va todo vestidito de rojo, por lo menos ese al que yo conocí. Tampoco viaja en un lindo trineo tirado por bellos renos. Ahora, en estos días, o mejor dicho este año, dadas las fechas en que apareció, viajaba en un gran pájaro blanco llegado de la vieja Europa. Y lo hacía cargado de baúles llenos de extraños artefactos y de medicamentos. Cientos y cientos de colirios de extravagantes nombres y de ilusión, mucha ilusión.
Hace mucho conocí a Pepe. En medio de ninguna parte. Y también me hizo un regalo. Uno de esos que no se pueden olvidar. Desde entonces, y con puntualidad casi británica, lo acompaño por su peregrinar sub-sahariano. Cada año con más gente, con más ánimo y con una lista de poblados y kilómetros por recorrer aún más grande si cabe. Y por supuesto, con el saco repleto de milagros por repartir. Tampoco creía en los milagros pero alguien me demostró que existen, algunas veces, aunque sea lejos y de una forma muy peculiar. Milagro, es cierto. Es un verdadero milagro que haya alguien que pueda llegar a sobrevivir en mitad de, esta soleada y devastada, ninguna parte.
Vuelta a los orígenes
Y otra vez en Ouagadougou, en Burkina Fasso, camino de Togo y de otro par de países más que rara vez aparecen en los mapas mediáticos. Y otra vez acompañando a un grupo –cada vez más extenso, eso sí- de personas maravillosas que abandonan su tranquilidad cotidiana para llevar esperanza y obrar el prodigio de la luz a sus desconocidos semejantes. Y otra vez en medio de la ciénaga del desconsuelo y los sentimientos encontrados, rodeados de dolor, angustia y sufrimiento. Pero ahí estaban, estábamos, otra vez, menos mal. Sobretodo por las gentes que aquí habitan y que raramente aparecen en los telediarios. No existen. Por lo menos para algunos de nosotros que habitamos al otro lado de la frontera del resguardo.
Pero volvimos. Y sólo Pepe y compañía saben cuánto costó esta vez. Regresamos. Vuelta a los orígenes. A la aventura, a la segregación de adrenalina, a la sabana. Este año para más de lo mismo: cataratas y más cataratas. Cirugías y más cirugías. Kilómetros y más kilómetros. Pacientes y más pacientes. Enfermedad, dolor y desaliento… Así que de eso no voy a hablar. Ya parece reiterativo relatar siempre el trabajo realizado por esos lados. Ya hasta suena a empresa fácil y carente de complicaciones. Ya hemos contado tanto de nuestras correrías africanas, que hasta para nosotros mismos la emoción se hace rutinaria y falta de riesgos. Eso creen? Siento discrepar. Lo siento de verdad. Bueno, aunque no demasiado.
Pero sigamos con los regalos. Con los de verdad.
En mi nueva casa, en esa en la que ahora vivo, lejos del viejo mundo civilizado, al otro lado de un gran océano, hubo una época en la que los jóvenes se enrolaban en revolucionarias y excitantes cruzadas de alfabetización. Alfabetizar. Compartir. Enseñar. ¡Qué bonito suenan esos vocablos a veces carentes de significado! Pero esta vez, su melodía se escucha diferente. Allá en la cálida sabana, este año -y esperemos que los siguientes si es que alguien nos echa una mano-, el gordito de blancas canas trajo el saco lleno de presentes en forma de enseñanzas del primer mundo. El equipo médico arribó -además de a los lugares habituales en Togo, para realizar consultas, cirugías y formación- a hospitales -utilizaremos este término para entendernos, aunque no concuerde demasiado bien con lo que a nosotros nos sugiere- perdidos en Ghana y Benin. La demanda cada vez es más grande y la oferta, la de estos benditos doctores, sigue en aumento. Desdoblamiento corporal. El milagro de los panes y los peces. Vieron! Aparece otra vez la dichosa palabra: milagro. Y eso es lo que es. Le pese a quien le pese. Un loco prodigio para adiestrar “doctores” africanos que únicamente tienen buena voluntad con la que aliviar a su regimiento de pacientes. Y con sólo eso no se cura, se lo aseguro.
Ahora tenemos más amigos. En más países. Dos casas más a las que poder llegar a descansar y compartir platicas con nuevos familiares. Allá en medio de ninguna parte. Allá en medio de Ghana y Benin. Allá en el Hospital Rural de Binde y en el San Juan de Dios. Porque hasta allá llegó dios. Eso dicen. Y debe ser verdad. Porque si no, no tendría sentido vivir en ese olvido de sufrimiento permanente. En ese purgatorio de arena, sol y rocas angulosas y erosionadas. Pero hasta allí llegamos este año. Con todo el equipo listo para comenzar un nuevo desafío: nueva gente, nuevos países, nuevos pacientes, nuevas emociones. Cada vez se hace más y más complicado, además de agotador, llevar las enseñanzas y la medicina occidental a estas aldeas recónditas y soleadas. Pero merece la pena. Sí que la merece. Habrá gente que piense que para qué irse tan lejos a repetir acciones que ya se habían hecho. Pobrecitos. Los que eso creen, claro. Porque los pobres, de espíritu, son los que piensan así, no los que esperan como agua de mayo la llegada de la brigada de blancos de bata blanca para darles esperanza y consuelo. Allá la navidad, los regalos y las sorpresas se ubican en el calendario cuando caen del cielo los doctores “batules”. Es difícil entender ciertas cosas cuando no se ha vivido –mordido el leño dirían en otros lados- directamente el sufrimiento ajeno. Además la caridad se la debemos dejar a las iglesias para que sigan teniendo adeptos. Lo de esta gente loca que surca el mundo para obrar el milagro de la luz, debería tener otra calificación. Y la tiene aunque no se la voy a dar. Eso lo dejo para ustedes.
Dispongan cinco minutos de su domingo para pensar en ello. Cierren los ojos e imagínense en el pellejo de estos facultativos en el culo del mundo, todititos rodeados de patologías de cuento de hadas. Siéntanse parte importante y directa de esta expedición en busca del elixir de la eterna juventud en forma de felicidad trabajando para el prójimo. Véanse mirando directamente a los ojos de niños en la antesala de la muerte. Créanse delante de regimientos de pacientes venidos a pie desde la frontera del anonimato, observando largas filas de niños mal nutridos a la espera de su papilla diaria, ante las miradas de miedo y esperanza de la gente en la camilla antes de ser operada, sintiendo en lo más profundo del alma la sonrisa de una ancianita tras recuperar el sentido de los colores, jugando con los niños de aquel orfanato para niños abandonados con deficiencias físicas y psíquicas. Departiendo con el SIDA, la meningitis, el cólera, la malaria, la úlcera de Buruli, la fiebre tifoidea y la hepatitis. Con las cataratas africanas, las malformaciones congénitas, la polio, el autismo, todo lo que a ustedes se les pueda ocurrir… y el hambre.
Piensen en ello por unos instantes, disfrútenlo y luego me dicen.
¿Ahora sí merece la pena?
Ah, se me olvidaba. ¡Feliz Navidad!…ustedes que pueden.