Terremoto de Turquía
La Catástrofe Continúa
En la segunda mitad de 1999, el noroeste de Turquía, la zona más densamente poblada y el corazón económico e industrial del país, fue sacudido por dos terremotos en menos de tres meses. El primero, el 17 de agosto a las 03h02 hora local, con una intensidad de entre 7.4 y 7.8 en la escala de Richter y una duración de 45 segundos. Izmit, una ciudad industrial de un millón de habitantes era el núcleo urbano más próximo a su epicentro. Las cifras oficiales de víctimas mortales estaban en torno a las 17100, con aproximadamente 44000 personas heridas, cerca de 300000 hogares dañados o destruidos y más de 40000 negocios afectados. El desastre fue seguido por más de 1300 temblores de mayor o menor intensidad, que culminaron el 12 de noviembre con un segundo gran seísmo (7.2 en la escala de Richter) que sacudió a las ciudades de Dücze y Kaynasli, situadas a unos 100 Km. al este de Izmit. Sintiéndose en la mismísima Estambul a unos 260 Km.
Durante las primeras horas siguientes al cataclismo, no hubo medio de comunicación, ya fuese escrito, radiado o televisado, que no se hiciese eco de la terrible tragedia en grandes titulares. Los días siguientes a la catástrofe, nos vimos desbordados por cantidad de imágenes e información que nos llegaban de un país tan cercano como desconocido. En aquellos momentos todos éramos más o menos conscientes de lo que acontecía en aquel lugar y todos, absolutamente todos éramos capaces de situar en el mapa primero a Turquía, un país que hasta entonces no sabíamos muy bien si pertenecía a Europa o a Asia, y luego a dos puntos insignificantes en los mapas, y de ninguna trascendencia para los que no vivíamos allí, las ciudades de Izmit y Düzce.
Todos nos sentíamos alcanzados en mayor o menor medida por la catástrofe. Nos encontrábamos próximos a aquellas personas que se parecían a nosotros y que lo habían perdido todo. Cualquier esfuerzo para socorrer a los necesitados era rápidamente secundado. Se crearon cuentas de ayuda a los damnificados. Se enviaron aviones repletos de mantas, tiendas de campaña, medicinas y aquellos elementos de primera necesidad que se pudieron reunir. Llegaron con gran celeridad a los diferentes puntos afectados por el seísmo todo tipo de profesionales, ya fuesen grupos de voluntarios con sus perros adiestrados, doctores (mención especial para los médicos españoles que levantaron el hospital en la ciudad de Golchuk), o bomberos franceses, griegos, japoneses o de vete a saber donde, con la única intención de ayudar.
La gente comía pegada al televisor esperando morbosamente ver como equipos de rescate llegados de los más diversos rincones del planeta, buscaban sin descanso personas con vida entre las toneladas de escombro en las que se habían convertido sus ciudades o sencillamente observar impasibles las imágenes que habían conseguido pasar la censura oficial (u oficiosa, eso nunca se sabe), en las que hombres de grandes bigotes, ropas raídas y ojos llorosos sacaban a sus hijos, sus padres o sus madres sin vida de aquello que en otro tiempo fueron sus hogares.
De repente sin saber exactamente el por qué, el goteo constante de imágenes que durante tantos telediarios habían golpeado nuestras retinas cesó. Fue como si de un día para otro la situación en Turquía se hubiese estabilizado. Como si la gente que dependía por entero de la ayuda humanitaria venida del otro lado del Bósforo tuviese como por arte de birlibirloque dinero con el que comprar alimentos con los que poder mantener a sus familias, comercios en las que poderse gastar los tan graciosos y desgastados billetes de diez millones de liras (unas tres mil pesetas), bonitos juguetes (no la archiconocida Playstation con la que tanto juegan nuestros hijos, por supuesto) para que los niños dejasen de dar patadas a las piedras, esas que ahora tanto abundaban, en las calles desiertas o simplemente las fuerzas o las ganas suficientes para salir de sus tiendas de campaña y enfrentarse a la pesadilla en la que se había convertido sus vidas.
Lo que las televisiones de todo el mundo no quisieron o no se atrevieron a contar fueron las historias que ocurrían día a día en la vida real, aquellas que hoy mismo se siguen sucediendo en esa Turquía profunda que pensamos ha encontrado su estabilidad.
Nadie nos ha hablado de los miles de muertos amontonados en los patios de las escuelas y enterrados en cal viva para evitar la proliferación de enfermedades (4000 personas murieron en Düzce, una ciudad de aproximadamente 76000 habitantes).
Ninguna emisora nos ha dicho que la inmensa mayoría de las personas que quedan allí viven en tiendas de campaña agrupadas, o mejor dicho amontonadas, en lo que no hace mucho tiempo era sus parques, porque sus hogares han quedado totalmente destruidos o simplemente porque tienen miedo de volver a ellos ante la posibilidad de nuevos temblores.
Nadie nos ha relatado el sufrimiento cotidiano y la impotencia que padecen aquellas gentes ante la rutina diaria creada por el conocimiento exacto de como va a amanecer mañana y pasado mañana. No nos han mostrado los agujeros y las grietas de los cientos y cientos de casas sin ventanas, tumbadas sobre sus costados, reventadas y repletas únicamente en su interior de recuerdos, piedras y papeles. La enfermedad crónica de aquel padre de familia que no tenía trabajo y no sabía exactamente como iba a sacar adelante a su familia. Las letrinas azules de diseño al aire libre a cero grados. Las colas diarias de cientos de personas (en su mayoría ancianos, mujeres y niños) ante los camiones repletos de sopa, arroz y algo parecido a pollo con patatas. Las ropas desgastadas y manchadas de negro betún de los niños de la calle que habían perdido a sus padres y sobrevivían limpiando botas (nunca vi una que no estuviese llena de barro en Turquía) en el centro de Izmit justo al lado de aquella especie de mezquita, atiborrada de hombres arrodillados rezando, que habían construido con chapas metálicas en un parque de la ciudad.
El contraste entre la visión de los campamentos aparentemente desiertos poblados únicamente por perros que ni siquiera ladraban y la de las tiendas de campaña de unos tres por cuarto metros, abarrotadas de gente, en las que vivían siete personas junto con los pocos enseres que habían conseguido salvar.
El deambular por unos decorados como sujetos por hilos, de unas gentes vestidas con extraños ropajes multicolores que apenas levantaban la mirada del suelo.
La imagen de aquel niño que no había cumplido los ocho años, descalzo y con las manos llenas de porquería que te pedía un cigarro mientras se intentaba calentar con un pequeño fuego de los dos grados bajo cero que había a su alrededor.
La historia de aquella madre que había perdido en una sola noche a su marido, a sus dos hijos de ocho y diez años, y que había tenido que tomar la terrible decisión (cuando despertó del aturdimiento), de ponerse a salvo o intentar rescatar a su bebe de dos meses que se encontraba a escasos tres metros suyos y sobre el que pendía lo que quedaba de techo. Al final, como no podía ser de otra forma en estos casos, el techo cayó cuando pretendía cogerlo, matándolo en el acto y seccionándola a ella el brazo y la pierna derechos. Ella moribunda en la cama del hospital únicamente se lamentaba por su bebe. Lloraba porque no había tenido la oportunidad de vivir el tiempo suficiente para recordar algo de su vida, como el resto de sus hijos de solamente ocho y diez años.
Era tremendamente duro ver, desde tu condición de ciudadano europeo medio sin problemas realmente serios, agobiado por las preocupaciones de cada día y enganchado al consumismo atroz de nuestra sociedad, aquellas fotografías que te mostraban sonrientes y con una tranquilidad escalofriante, de otros tiempos no muy lejanos rodeados de sus familiares muertos por el cataclismo. Las instantáneas de sus parientes rebosantes de alegría en el salón de su antiguo hogar durante la celebración de una fiesta de cumpleaños en su ahora esa otra vida. Las de sus hijos felices ante las ruinas de lo que quedaba de sus casas como si quisiesen demostrar con aquellas imágenes que realmente habían tenido unas paredes y un techo alguna vez sobre sus cabezas.
Observar la amabilidad desconcertante de unas gentes que no tenían nada y que compartían encantados con aquel viajero desconocido y cargado de cámaras, el casi obligado por estos lares té preparado a la antigua usanza, los gajos de una naranja (verdadero lujo en estos tiempos), los pedazos de una esponjosa torta de pan dulce con mantequilla, un arrugado vaso de plástico lleno de agua “fresca” (por la temperatura) repleto de posos negros salidos de vete a saber donde y hasta un pequeño pero acogedor rincón en donde poder dormir.
Intentar dar una visión positiva, evitando el sensacionalismo grotesco al que estamos tan acostumbrados, del vivir cotidiano de aquellas gentes de omnipresente sonrisa, ya que los huérfanos, lisiados y mutilados son exactamente iguales bien sea en un bullicioso zoco de Tánger o en una maloliente calle de Bangkok. Porque además y como bien decía el poeta, los muertos, muertos son.
Dejar en algunos momentos de fotografiar ante la impotencia de ver las desgracias que se sucedían a mí alrededor.
Comer una sola vez al día. Aquellas las largas y negras noches de verdad. El gran tesoro de aquella pequeña cajita de música medio rota que me regaló Tula, la encantadora chica de ojos brillantes y sonrisa maravillosa.
En ese preciso y precioso instante, mientras caminaba por las calles desiertas, con el único sonido de los cristales rotos (esos de los que hablaba el amigo Reverte en su Territorio Comanche) bajo los pies, entendí el verdadero sentido de aquel martilleante y descarnado No Future de los Pixtols.
Actualmente en las zonas asoladas por el terremoto (sobre todo la ciudad de Düzce) las expectativas de futuro para las gentes que habitan en los campos de refugiados son tremendamente inciertas. A la imposibilidad de rehabilitar o de volver a construir sus hogares (una gran parte de los edificios están totalmente destruidos) bien por falta de dinero, materiales o maquinaria, hay que sumarle la desmoralización generalizada y el miedo a volver a vivir una situación parecida. Hay que tener en cuenta que hoy mismo los niños no acuden al colegio por miedo a que nuevos temblores puedan cogerlos desprevenidos en las aulas.
La situación en este momento, olvidada ya por los medios de comunicación, está totalmente estabilizada. Estabilizada dentro del mayor de los caos. A la falta de infraestructuras, alimentos, medicinas, juguetes, ropa, etc… hay que sumarle la marginación a la que se han visto y se siguen viendo sometidos por parte de los diferentes gobiernos (incluyendo el suyo) y de sus pactos políticamente correctos.
Hoy ya no aumenta los índices de audiencia observar en la televisión a Bill Clinton besando niños en un céntrico parque de Izmit, ni ver cargar y descargar aviones Hércules cargados de ayuda humanitaria que en la mayoría de los casos acaba engrosando las arcas de los “señores” del mercado negro y sus coño chiringuitos (todavía recuerdan aquel envío de ositos de peluche que sirvieron para saturar los mercadillos de Estambul con etiquetas made in Spain). La población tuvo que acabar echando de malas formas a aquellos “amigos” venidos de otras zonas que no habían sido afectadas por el seísmo y que llegaban a Düzce con la intención de “ir de compras” y llenar sus furgonetas de productos enviados por personas de buen corazón que vivían otro lado del charco…
Lo más triste de todo resultaba ver como en unas fechas tan señaladas, Papa Noel y los Reyes Magos habían pasado de largo por sitios tan dispares y alejados en el mapa como próximos entre sí. Parajes como Izmit y Düzce, en los que pasé el mejor, más famoso y tantas y tantas veces mal llamado fin del milenio y aquellos otros diseminados por todo este a veces maravilloso planeta. Puntos calientes como Venezuela, Uganda, Zaire, Ruanda, India, Kosovo, Chechenia y otros veinte o treinta mil lugares parecidos en los que la barrera que separa la vida de la muerte no esta claramente definida. Países que creíamos recuperados como el caso de Turquía, en el que la vida a pesar de todo sigue con una aparente tranquilidad dentro de la desolación producida por una catástrofe que hoy continúa. A la hora de escribir estas líneas todavía se me encoge el corazón cuando recuerdo los ojos llorosos de aquella mujer de sonrisa furtiva mientras me relataba en su ya casi olvidado francés, lo crudo que veía el futuro de sus tres hijos y se despedía con un inquietante, rotundo y hasta entonces para mí carente de sentido “Alá proveerá”.
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