Nicaragua
El Otro Parque Temático (III)
Era una de tantas preciosas mañanas soleadas del mes de agosto en un recóndito lugar de Centroamérica. El calor, asfixiante como siempre, impedía dormir. El sol comenzaba su paseo triunfal por un inmenso cielo azul. La cálida brisa mecía las ramas de los arboles tranquilos durante toda la noche. Los zampopos (pequeños lagartos) corrían nerviosos por el techo de la habitación. Las sensaciones aquel despertar eran diferentes a las de otros días. Algo estaba a punto de ocurrir.
Recuerdo que partí nervioso con mis cámaras con la intención de visitar un lugar de nombre seductor y del que tanto había oído hablar, “El Pajarito Azul”.
«El Pajarito Azul” era uno de los muchos hogares de acogida para niños marginales abandonados por sus familias que había en la ciudad de Managua. Uno de tantos orfanatos estatales abarrotados de críos cuyo único pecado era haber nacido en una situación tan inestable en todos los aspectos como la de Nicaragua. Un lugar carente de lo más imprescindible para poder llevar una vida digna, en el que niños y niñas de todas las edades y con todo tipo de deficiencias físicas y psíquicas, coexistían bajo el mismo techo.
La llegada al centro, tras un buen rato de ir dando botes sentado en la tina de una furgoneta por carreteras sin asfaltar y llenas de baches, fue lo más parecido a caerse de la cama en medio de un mal sueño durante la noche. El ambiente era desconcertante. La oscuridad en alguna de las dependencias era casi absoluta. Los rostros de los niños, tras los barrotes, se confundían con sus propias sombras. El silencio atronador perforaba los tímpanos. Brazos tan gruesos como un dedo pulgar adquirían posturas imposibles. El olor era insoportable. Cuerpos desnudos se retorcían en el suelo ataviados únicamente con unos improvisados pañales, fabricados con alguna vieja y raída camisa.
En una habitación de unos 20 metros cuadrados con tres cerrojos siempre echados en la puerta y oxidadas rejas en la ventana, a las que uno de ellos se pasaba todo el día agarrado, vivían o mejor dicho sobrevivían, nueve o diez niños y niñas de diferentes edades y con las más diversas patologías. En la mayoría de los casos con el agravante de padecer también, algún tipo de minusvalía física, además de las habituales carencias en materia médica, de higiene y alimentación (el pan de cada día sobre todo en un centro que dependía por completo del estado).
Todavía hoy, en sueños, puedo ver las miradas ausentes en medio de la nada. Oler el penetrante aroma de la inquietante pesadilla. Sentir el fuerte contraste entre los gritos y los susurros, entre el deambular sin rumbo fijo apoyándose en la pared de aquella niña ciega y el inmovilismo aterrador del cuerpo de aquel crío de apenas tres años, sin brazos ni piernas, que aguardaba tumbado tras la agujereada mosquitera la hora de su propia muerte.
“El Pajarito Azul”. Después de haber transcurrido muchos días y más kilómetros, se me encoge el corazón al pronunciar estas palabras. Tres simples palabras que para la mayoría de la gente no tienen ningún sentido, pero que son el título de lo que perfectamente podría ser uno de los capítulos más dramáticos, hasta la fecha, de la película de alguna de nuestras vidas.
Es uno de esos dantescos lugares que hay repartidos por todo lo largo y ancho de este mundo a cuya puerta podríamos perfectamente ubicar aquella célebre pintada de uno de los ametrallados muros a la entrada de la ciudad de Sarajevo durante la guerra de los Balcanes, en la que se podía leer un epitáfico y para algunos desconocido “Wellcome to Hell” (Bienvenidos al Infierno).
El infierno.
Hasta no hace muchos años solamente una extraña idea que buceaba sin mucho sentido en la imaginación. Un lugar que con el paso del tiempo y la sucesión de imágenes y vivencias de pronto se tornó en tremendamente real, donde los sueños siempre eran superados por la cruda realidad. Un territorio en el que un padre podía impunemente maltratar y abandonar a su propio hijo a su suerte, en un estado de políticos corruptos que solamente se preocupan de su lucro personal, en un país en que cualquiera de sus ministros tenía un sueldo superior al del presidente de los Estados Unidos y en el que los arreglos políticos siempre beneficiaban a los más ricos. Un “paraíso” en el que gracias a la últimamente tan mencionada y alabada globalización, un número cada día mayor de pobres está abocado sin solución a morir en la más absoluta de las miserias. Una terrible encrucijada en la que ver morir a un niño, delante del objetivo de mi cámara, en su sucio camastro por falta de unas atenciones que damos por supuestas y obligatorias en nuestro primer mundo, era moneda habitual.
Hay demasiados infiernos repartidos por todos los rincones de este, a veces, precioso planeta en el que habitamos. Demasiados puntos negros en los que la diferencia entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte no está claramente diferenciada. Lugares en los que nuestra crueldad e indolencia permite que los más indefensos (en la mayoría de los casos niños) pasen a engrosar las frías estadísticas con las que nos bombardean a diario en los medios de comunicación.
Actualmente en el mundo 1200 millones de personas sobreviven con menos de 1 dólar diario en su propio “Pajarito Azul” y otros 2800 millones más, lo hacen con menos de tres. Dramáticas cifras a las que a menudo nos ponen rostro en el telediario de las tres, como los 825 millones de seres humanos que pasan hambre o los 30 (casi la población española) que mueren cada año por falta de esos alimentos que desperdiciamos y tiramos todos los días en los países más desarrollados.
Algo no demasiado bueno nos está ocurriendo cuando somos inmunes a todo este sufrimiento que nos rodea (y desgraciadamente no hace falta mirar tan lejos). Está aflorando en nosotros sin remedio, el coyote (el lobo) que llevamos dentro y que persigue sin descanso para dar caza a su propio correcaminos.
Pero creo que aún, no todo está perdido. En Nicaragua, como en otros muchos lugares, conocí a gente maravillosa que trabajaba de sol a sol intentando ayudar a los más desfavorecidos, a aquellos que no tenían nada. Personas como María Pombo y su preciosa hija Marina. Una vecina de Santander que 31 años atrás decidió cambiar la tranquilidad y la estabilidad de la vida en el Paseo de Pereda por la incertidumbre y la problemática de Nicaragua. María había sido testigo de privilegio de todos los acontecimientos de la historia reciente de este país y había sufrido en sus propias carnes su problemática. Desde la dictatorial época de Somoza hasta la actual de los denominados liberales de Arnoldo Alemán, pasando por los momentos más críticos de la guerra, las erupciones volcánicas o los huracanes. Siempre trabajando incansable para con los más pobres. Bien dando clases como profesora en la escuela que ella misma había construido en su propia casa para los denominados pobres esforzados (familias que tienen solamente un pequeño negocio o pulpería y un par de hijos a los que intentan dar una educación para que puedan salir de la pobreza), llevando los fines de semana a alguno de los campos de refugiados ropa vieja o pelotas de tenis usadas que Ramón había traído desde España en alguna de sus veinte maletas, o como durante los seis duros meses posteriores al Mitch, en los que se pasó junto con Inés, una madrileña de 20 años que llevaba desde los 16 acudiendo puntualmente cada verano a su cita con el hambre, noches enteras cocinando para dar de comer a todos los niños menores de diez años desplazados por el huracán y que se refugiaban a las afueras de Managua en el barrio de Nueva Vida en Ciudad Sandino.
Jóvenes como Mónica, Borja y David. Tres ilusionados valencianos que daban todo su afecto y ayudaban a los “chavalos” en sus quehaceres cotidianos en el Hogar Zacarías Guerra.
O gente como Ricardo y Vicente, dos seminaristas de Santander, que habían decidido pasar todo el verano trabajando en uno de los muchos centros de acogida para niños con problemas que había diseminados por toda la ciudad, en lugar de pasar la temporada estival bronceándose en alguna de las preciosas y tranquilas playas de Cantabria.
Personas anónimas, en la mayoría de los casos para nosotros, que habían querido libremente descubrir en vivo y en directo alguna de las atracciones de uno de esos grandes “parques temáticos” tan de moda en estos días. Ayudando (o por lo menos intentándolo) a construir un futuro mejor a estos chavales que tanto habían sufrido a lo largo de sus duras infancias y viviendo su problemática en primera persona.
Miles de voluntarios, para regocijo de mi gran amigo el poeta, diseminados por todos los rincones de alguno de nuestros infiernos particulares y que gracias a Dios (allá en donde quiera que esté) tenían algo más interesante en que pensar que decidir cómo pagar la hipoteca del chalet de la playa, de qué color pintar las paredes del salón, la elección del coche nuevo para salir de paseo los domingos o qué cutre melodía ponerle al dichoso teléfono móvil con vibrador.
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