El Tesoro Plateado
Pescadores de la Costera del Bocarte
La vida en la mar es una de esas grandes contradicciones con las que nos encontramos a lo largo de nuestra vida. Mientras que para algunos de nosotros es una idílica panacea de aventura sin tregua y emoción, para las gentes que surcan sus aguas en busca del pan de sus hijos es la dura realidad del día a día.
Resulta curioso dar un paseo por cualquier mercado de la región y observar la gran cantidad de peces resplandecientes, de todos los tamaños, formas y colores que abarrotan los decorados puestos de alguna de sus pescaderías. Es una imagen tremendamente habitual para nuestras retinas y a la que no prestamos especial atención. Es algo tan cotidiano que parece como si los peces de esta pacífica “invasión” a la que estamos tan acostumbrados, se fabricaran en serie y salieran ya envasados de alguna industria cercana. La imaginación no nos alcanza, en la mayoría de los casos, a pensar que esos pescaditos que hacen la delicia en nuestras mesas vienen realmente del mar. De un mar del que depende el sustento de muchas familias y en el que trabajan diariamente gran cantidad de pescadores anónimos, a los que solo ponemos rostro con motivo de alguna nueva desgracia.
La vida en un barco pesquero durante la costera del bocarte es realmente dura. La temporada da comienzo hacia finales de marzo o principios de abril y se prolonga (si las capturas lo permiten) hasta el momento en que algunos de estos pesqueros cambian de tercio y parten hacia las frías y lejanas aguas del oeste en busca de bonitos.
La semana laboral, y nunca mejor dicho ya que pasan embarcados sin apenas pisar tierra firme cinco días, comienza todos los lunes muy temprano. Sobre las siete de la mañana los hombres de cada tripulación deben estar a bordo y preparados para la marcha. Antes de partir hacia los caladeros del este, el barco debe aprovisionarse para la larga estancia que le espera en la mar y realizar con celeridad las diferentes tareas rutinarias pero imprescindibles para el buen funcionamiento de la nave: hacer hielo (abastecer de hielo los frigoríficos de la bodega), llenar los depósitos de agua y combustible, reponer de alimentos la despensa, revisar los aparejos que se dejaron listos el fin de semana anterior…
Tras finalizar los preparativos, el “María Digna II” (nombre del pesquero que amablemente nos descubriría los misterios de este tipo de pesca) ponía rumbo hacia nuestro próximo destino: las aguas vasco francesas del Golfo de Vizcaya.
Nos quedaba por delante una larga travesía que los hombres intentaban hacer más amena entre chistes verdes, anécdotas de sus correrías en tierra o acaloradas discusiones sobre la jugada del fantástico gol de Raúl o de aquel imposible pase de Rivaldo. Era ese mágico momento en el que las conversaciones y la risa invadían la cubierta. El instante en el que cada marinero tomaba posesión de su trono y se ubicaba en aquel lugar no escrito que tenia reservado en la popa, sobre las redes, para disfrutar -si el tiempo lo permitía- de un rato de esparcimiento antes de acostarse.
Tras nueve horas de tranquila navegación por las apacibles hasta el momento aguas del Cantábrico, llegamos a la zona elegida para dar comienzo el apasionante juego del gato y el ratón. Nosotros, el gran gato negro movido por motores diesel, equipado con la más moderna tecnología y dotado del infalible olfato de quien lleva mucha sal en sus venas y más horas de mar a sus espaldas. Ellos, los peces, el pequeño ratón que corría esquivo en medio de un precioso e inmenso gran azul.
La tripulación descansaba en sus camastros y se preparaba para la dura faena que les esperaba y que daría comienzo en cualquier momento, mientras Cholo, el patrón, subido en su atalaya escudriñaba sin descanso la pantalla del sonar en busca de la ansiada mancha que delatase la posición de los deseados bocartes. La tranquilidad en cubierta era absoluta. Se había pasado drásticamente de la algarabía y las risas en cubierta mientras abandonábamos puerto, a la tranquilidad y el silencio del descanso, solamente perturbados por el rugido incansable de los motores. Caía ya la noche. De repente, la bocina ronca del barco comenzó a sonar. Era el pistoletazo de salida. La señal que indicaba el comienzo de la faena y la frenética actividad. Todo el mundo abandonaba entre prisas, mientras se enfundaban el imprescindible traje de agua amarillo, el pequeño camarote en el que dormían. Cada miembro de la tripulación ocupaba el puesto que tenia asignado para la pesca y del que era máximo responsable. Cualquier equivocación o despiste por su parte repercutía directamente en la maniobra y en recuperar en buen estado los costosos aparejos. El espectáculo estaba a punto de comenzar. Óscar, el benjamín del grupo, iba marcando en voz alta los metros de red que restaban por largar en cada lance para que desde el puente supieran cuando debían ir cerrando el cerco, mientras los demás ocupaban su posición apostados, cual cazadores furtivos, a lo largo de babor (lado izquierdo del barco por donde se realiza la pesca).
Metros y más metros de aparejo eran arrojados por la borda en busca del ansiado tesoro en forma de pequeños pececillos plateados. Nadie hablaba. Todos realizaban su labor expectantes ante la incertidumbre de la alegría del acierto en forma de una buena captura o la desolación del fracaso. El nerviosismo se podía palpar mientras recuperábamos las artes de las oscuras aguas. ¡Bingo! Esta vez el espíritu de la mar había sido benevolente y nos brindaba la oportunidad de recoger un gran botín. Bocartes y más bocartes. Miles y miles de ellos corrían -entre agua mala, peces luna y agujas de mar- de un lado para otro de las redes a medio izar, intentando escapar de una paradójica muerte segura que suponía la subsistencia de las familias de sus verdugos. No debemos olvidar que los sueldos en la mar dependen directamente de las capturas. Cada tripulante cobra una parte -estipulada de antemano con el armador- de las ventas totales de la semana menos los gastos que conlleva cada salida. Es aquí donde adquiere todo su sentido uno de los mandamientos de la ley del pescador y del que todos sin excepción se acuerdan diariamente al acostarse: si se pesca se come y si no…
La bolsa estaba tan llena y pesaba tanto -entre bocartes y la dichosa agua mala- que los hombres del “María Digna II” no podían subirla a bordo y tuvieron que esperar la ayuda del “María Trinidad”, su barco de apoyo (habitualmente se sale a pescar en parejas que normalmente pertenecen al mismo armador y que prestan auxilio en caso de necesidad), para conseguir entre las dos tripulaciones hacer entrar hasta nuestra bodega frigorífica aquella ingente cantidad de peces que mi cabeza hasta la fecha nunca había conseguido imaginar. Las horas iban pasando implacables en busca de su cita con el alba, mientras seguíamos recogiendo el fruto de nuestra certera echada en medio del frío y la oscuridad de la noche.
La noche. Esa preciosa palabra que ha sido la gran cómplice y excusa a lo largo de la historia de la poesía y cuyo verdadero significado desconocemos hasta que no nos tumbamos en la cubierta, sobre las redes aún húmedas, de un pequeño barco perdido en la inmensidad del océano y miramos al oscuro cielo, negro de verdad, en busca del brillo que emana de sus infinitas joyas.
El viento soplaba con fuerza y azotaba los erosionados rostros de quienes seguían llenando la panza, entre calada y calada de aquel omnipresente cigarrillo pegado a sus labios, de la ruidosa criatura de aspecto amenazador. A nuestro alrededor, la desconcertante orgía de barcos con sus luces giratorias en lo alto de los mástiles, yendo y viniendo, frenéticos, prácticamente abordándonos en cada maniobra y largando sus aparejos sin descanso, hora tras hora, día tras día, sin cesar.
A la mañana siguiente atracábamos en el puerto de Bermeo con las bodegas repletas de cajas llenas de ricos bocartes, con la complicada tarea -para un neófito en la materia- de subastar nuestra carga en la algarabía de su lonja. Después de haber vendido nuestro exceso de equipaje, repostado y pisado durante unas pocas horas tierra firme -que no lo era tanto para quien no estaba acostumbrado a dejarse mecer durante varios días por las olas-, poníamos nuevamente rumbo hacia el lejano y enigmático horizonte azul. La misma rutina volvía a hacerse con el gobierno de la embarcación. Guardias en la soledad de la proa, largas horas en el puente mirando el sonar en busca del eco delatador, la reparación de las artes rasgadas en alguna maniobra la noche anterior. De nuevo el sobresalto de la bocina. Carreras en cubierta, luces girando, redes al mar. Nervios, adrenalina, otro cigarrillo, cerramos el cerco. El tesoro plateado invade la tolva, camino de la bodega. Desembarco en Bermeo. Venta en la lonja…
Recuerdo la grata compañía durante los almuerzos a cielo abierto con las redes como mantel, los ojos llenos de legañas de los hombres de la mar al levantarse en medio de la tarde, el duro y mal pagado trabajo de sol a sol. La tranquilidad y el silencio ensordecedor durante el día, la algarabía y la frenética actividad de la pesca en la noche…
Así de lunes a viernes. Cada semana. Mostrándonos la crudeza de las experiencias cotidianas de una vida imposibles de narrar. Y que encuentra la máxima expresión de la alegría contenida en el semblante de los rostros recortados sobre el inmenso cielo de quien divisa a lo lejos la isla de Mouro y se siente próximo del hogar. De quien se sabe muy cerca de saludar agitando con fuerza la mano, ante la mirada ahora tranquila, de la resignada mujer que ve desde el muelle regresar a su marido una vez más sano y salvo del otro lado del mar.
La luz del día a muchas millas de la costa es una mera ilusión, un recuerdo de fin de semana para los pescadores de cerco que se hacen a la mar durante la costera del bocarte. Para ellos la claridad que delata el amanecer es la bocina que delimita el fin de la jornada laboral de aquel día, o mejor dicho de aquella madrugada, de duro trabajo.
La vida muestra toda su dureza, a quienes como -Cholo, Julián, Marce, José, Loren, Susi, Óscar, Miguel, Jesús, Tyson, Pedro y Miguel Ángel- mis queridos amigos del “María Digna II”, son testigos de este cotidiano ritual alejados de sus seres queridos y privados del beso de sus hijos al acostarse. De ese beso al que no damos o no dan importancia quienes se acurrucan calentitos, abrazados cada noche a sus mujeres en una cama vestida con sábanas que huelen a limpio, de más de medio metro de ancho en la que no hay que dormir encogido y que por supuesto no está clavada a la pared. Unas carencias harto conocidas para quienes las padecen día tras día, independientemente de la estación del año en la que se encuentren, haga frío o calor, con una idílica mar tranquila y apacible o con la furia desatada por los dioses en forma de inmensas olas, como casas, entrando implacables por la proa y arrasando sin piedad con todo lo que se encuentran a su paso. Con todo, excepto con los sueños, algunas veces rotos, de quienes se han enfrentado cara a cara con la muerte y han sentido alguna vez su frío aliento.