El Oro Rojo
Plantaciones de Café
Un cafecito, por favor!
Curiosa muletilla a la que no prestaba demasiada atención. Además, a mí ni me gusta el café.
Pero ya es una frase hecha para nuestra cultura de tragos y alterne matutino y –los crápulas noctámbuleros tenemos otras aficiones- vespertino. Una expresión demasiadas veces utilizada a lo largo del día de trabajo de funcionarios y amas de casa de medio mundo. La excusa perfecta para escabullirse cinco minutos –eso argumentan siempre los muy jodidos- del trabajo diario. El “vuelva más tarde” refinado y camuflado -como casi todo en nuestra cultura- para ir tamaleando segundos de jornada laboral, a la mañana. La coartada ideal para quedar a conversar con alguno de nuestros amigos, o amigas, y diseccionar a nuestro jefe, hablar de fútbol, carros o mujeres, o chismear de las aventuras de nuestro vecino y su amante.
Se han preguntado alguna vez de dónde viene ese rico elixir de los dioses?
Imagino que no. Incluso habrá alguien que piense que ya nace embotellado.
(…)
La selva. Preciosa en su majestuosa inmensidad.
Yo no podía siquiera imaginar que demonios era eso –bueno había visto muchas películas, pero eso es otra cosa- hasta que me vi de lleno –y nunca mejor dicho- metido en aquella maraña de verde, enredaderas y sonido de pájaros exóticos.
Conta, un viejecillo gracioso de parco verbo y delgada planta. Alardeaba de tener ciento seis años –yo le calculé unos setenta a ojo de buen cubero- y seguir trabajando en la misma plantación de café que lo vio nacer. Arrugas pseudo volcánicas le surcaban el rostro de norte a sur, de este a oeste. Soltero, aunque me decía que de cuando en cuando le venia a hacer una visitilla una mujer de un pueblo cercano. Hasta los pobres tienen derecho a ciertos placeres, menos mal.
Iba trazando un pequeño caminito por el que poder ir adentrándonos en la jungla a golpe de machete. Era diestro de cojones el abuelo! Tras un buen rato de amena caminata entre anécdotas y enseñanzas a este pobre inculto niño de ciudad, llegamos al epicentro de aquel inmenso vergel en el que se oían las risas de niños a los que era imposible ver. Pero allí estaban. Por lo menos allí debían estar. Conta me dijo: aquí empieza el verdadero viaje. Y sin pensárselo ni un solo instante se lanzó cual kamikaze ladera abajo, por el precipicio que se extendía a ambos lados de la pequeña nada practicada por el frío filo de su “cutacha”. Me parecía imposible que alguien o algo pudiera resbalar –y contarlo, por supuesto- por aquel abismo. Pero bueno, para eso habíamos venido, no? Así que me amarré lo mejor que pude mis Nikon al cuello y para abajo. Descenso a los infiernos no conocidos. El acojono –hacía mucho tiempo que no pasaba tanto miedo- era de película. La bajada de infarto. Pero si mi abuelo podía…
De repente comenzaron a aparecer los rostros de los propietarios de las risas, entre las verdes matas de café. Hombres, mujeres y niños. Sobre todo niños, y niñas, descalzos y vestidos únicamente con una triste camiseta y unos pantaloncitos llenos de porquería. Aprovechaban sus vacaciones escolares para echar una mano a la maltrecha y escasa economía familiar. Bonito parque de juegos! Y luego dicen de Disneyland París!
Todo ese sudor y sufrimiento por conseguir unos dos dólares de jornal. De seis de la mañana a tres de la tarde, con un merecido ratito de descanso en el que poder echarse algo sólido a la boca. Y cuando digo algo, es eso exactamente. Un triste puñado de arroz servido con un gran cucharón roñoso, unos frijolitos negros y un deslavado banano. El suculento sustento diario era traído con puntualidad nica, esto es sin horario fijo, en camioneta desde la capital dentro de unos grandes cubos en otros tiempos de pintura. Uno para el arroz, otro para los frijoles y otro más para los bananos. Los cortadores llegaban exhaustos tras la mortal subida desde los infiernos del café para hacer cola ante los recipientes de rancho diario. Sólo tenían derecho a comida gratuita los trabajadores que engrosaban las listas de empleados de la hacienda, el resto, normalmente los hijos que les ayudaban en la faena, debían pagar el sustento. Pagar. Es que no lo habían hecho ya?
Buena dieta. Y escasa.
Allí, los muy renacuajos, se lo pasaban en grande desafiando a la muerte, surfeando grandes taludes de negra y fecunda tierra a pie descubierto, o jugando con mortales serpientes coral negro –uno de los chavalos me salvo de hacer un viaje prematuro al hospital más cercano- que agarraban de alguna de las hojas que nos sobrevolaban la cabeza, o saltando de mata en mata cual monos en una película de Tarzán. Diversión asegurada, eso sí, a pecho descubierto y sin red.
Maria José, 57 años de desgaste en la jungla. Erosión del cafetal. Cuatro de sus muchos hijos le ayudaban en su peregrinaje por la dura jungla, por la escarpada pared de fértil humus y rojizos granos. Manuel, su benjamín de escasos ocho años arrastraba sus descalzos piececitos por la hojarasca y las piedras de la selva. Cristian, el fiel escudero, que a los doce años era ya un experto conocedor de todos los trucos y mañas para sobrevivir en la espesura. Y su mamá lo sabía y agradecía. Manuel lo iba aprendiendo sobre la marcha, de golpe y porrazo. A lo bestia. De ello daban fe sus cicatrices.
Llevaban mi apellido. Aragón. Sí, ese del que alguna vez hasta renegué. Casualidades del destino. De mi buscado y anhelado destino en forma de onomástica.
Pero ya no más buscar. Ahora tenía familia. Una familia que vivía en medio de ninguna parte. Dónde siempre había deseado estar.
Me encantaba perseguir de surco en surco, día tras día –desde que nos encontramos no podía pensar en otra cosa- las sonrisas perpetuas de mis nuevas hijas, Marisela y Elizabeth. Era algo nuevo y excitante. Revivir la infancia olvidada y no disfrutada. Ahora era un niño más disfrutando con sus zapatos nuevos, yo que los tenía, del nuevo juguete. Nunca es tarde si la dicha es buena. Y mis niñas, sobretodo, eran la dicha más inmensa que ningún mortal puede jamás llegar a imaginar.
Qué significa ser pobre?
Lo saben?
Yo a veces dudo saber nada. Menos mal!
(…)
Nunca imagine encontrar tanta belleza concentrada en un mismo lugar. Berta. Dieciséis primaveras. Me enamoró con unos preciosos ojos del color de los granos tostados que recogía. Descalza, como no! Asomaban, entre el barro acumulado por las horas de duro trabajo, unos diminutos pies con las uñas pintadas de coqueto color rosa. Imagino que reivindicando su condición de mujer femenina y sensual del trópico. De sangre caliente, muy caliente. La misma que corría por las venas de Petro, o de María, o de Meisel, o de Marcela. La sangre corre dulce, muy dulce y fresca por gran cantidad de preciosas criaturas en demasiados rincones olvidados del planeta. Y eso es así, y me encanta seguir haciendo esos agradables descubrimientos, y disfrutar de ellos, claro. Es la esencia de la vida, por lo menos de la mía. Y gozo con ello. A veces pienso que es lo que me lleva a viajar a lejanos recovecos, a olvidados puntos, a remotas aldeas. La curiosidad, esa que mató al gato, es lo más divertido. Lo que me apasiona. Y la incertidumbre, por supuesto, de verse rodeado de cosas desconocidas a cada rato. Descubrir que cada instante es completamente diferente al justo anterior y también al inmediatamente posterior. Descifrar enigmas. Cual protagonista de una novela de aventuras. Con la salvedad de que es real dentro de la más absoluta y misteriosa irrealidad. Ya me perdí, para variar. Divago demasiado. Pero dicen que es bueno para mantener la salud mental, o es la locura vital?
Las obsesiones son las obsesiones, no?
Ya soy demasiado mayor como para intentar cambiar a estas alturas de la función.
Espero que disfruten de su cafecito de después de comer. Que lo degusten sin sonrojo. Que lo saboreen. Que no lo desprecien y mucho menos que lo dejen de valorar. Porque ha nacido de la sangre, el sudor y las lágrimas de mis hijos queridos.
Ahhh,
y Feliz Navidad!… ustedes que pueden.