El Lado Oscuro del Corazón
Expedición Oftalmológica Togo 2003
Expedición Humanitaria Fundación Cotero
Esta vez, y sin que sirva de precedente –si se convierte en algo cotidiano tampoco me importa demasiado-, no voy a hablar -la verdad es que no tengo ganas ni fuerzas suficientes- de aquello de lo que en teoría debería de hablar.
No voy a perder el tiempo -algo que no hace mucho aprendí a odiar por encima de todas las cosas- en encontrar el sentido de la vida, extirpar males adquiridos o en discutir –eso lo dejo para cálidas noches sumergido bajo grandes y regulares hielos – sobre el origen del bien y el mal.
Tampoco voy a hacerles malgastar el tiempo -¡curioso concepto!- de su preciado y precioso domingo, en leer “absurdas” anécdotas sin sentido ocurridas en esta última excursión –y para algunos de nosotros ya van tres- a Togo, nuestro viejo conocido -un país, para la mayoría de los mortales, demasiado distante- del Golfo de Guinea. Sobre los problemas surgidos en aquel maravilloso y perfectamente dotado hospital oftalmológico prefabricado llegado de la ahora hermana España. O de aquellos blancos vestidos de azul, que olían raro, y trabajaban sin cesar dentro de aquella extraña, y en la que hacía tanto frío, nave espacial llena de raros cachivaches.
No me apetece demasiado contar las venturas y desventuras de un nutrido grupo de grandes profesionales médicos en medio de la inhóspita sabana. Ni hablar de estadísticas y sus fríos números. De los 204 operados de cataratas y otras dolencias oculares que por fin y gracias a la última tecnología de nuestro querido primer mundo podían ahora ver aquello que les rodeaba. De las más de dos mil consultas oftalmológicas (unas realizadas en nuestro adorado Hospital Oftalmológico –ese que construimos el año pasado- “Nuestra Señora de la Bien Aparecida”, y otra gran parte –y como interesantísima y grata novedad- realizada por un equipo volante –el ya famoso equipo B- que se desplazó por todos los rincones de la sabana en busca de “clientes”) y trescientas de trauma –practicadas por mi querido amigo Miguel- desarrolladas durante los diez días a un ritmo frenético en medio de aquel calor, polvo y sudor.
Tampoco lo haré de la loable iniciativa –extraña en estos días- de la Fundación J. Fernández del Cotero y sus maravillosos facultativos que habían hecho posible el milagro de la luz –gracias al apoyo económico del Gobierno de Cantabria- para las gentes que habitan aquellas latitudes. Ni del brillo cómplice de la felicidad en los rostros de nuestros héroes anónimos: José Norberto, Román, Andrés, Loli, Enrique, Goyo, Izaro, Juan Antonio, Yolanda, Ana, Fermín, Gema, Martín; y por supuesto los integrantes del gran equipo B: Pepe, Pablo y Miguel, por la satisfacción del trabajo bien hecho.
No voy a hablar ni de la malaria, ni de la lepra, ni del paludismo, ni de la meningitis, ni del SIDA, ni de no sé cuantas cosas más, aunque maten. Y les juro que eso sí que lo hacen.
Ni de blancas y preciosas cataratas (Togo lidera –debe ser en lo único que es el primero- el ranking mundial de esta patología) de cuento de hadas. Y de eso también hay para aburrir. Tampoco voy a perder el tiempo en comentar las incidencias de un cómodo o incómodo -depende de cómo y quien lo mire- viaje. De los tres o cuatro pinchazos -ya ni me acuerdo- de aquellas ruedas sin dibujo. De la ruidosa y previsible rotura del motor. De los baches, baches y más baches. De la hora perdidos en medio de aquella preciosa, silenciosa y verde nada, danzando sobre un agujereado pseudoasfalto. De las incómodas diarreas y fiebres de alguno de nuestros protagonistas, de la omnipresente picadura de los mosquitos trompones, de las largas colas de enfermos a la puerta del hospital, de las interminables horas de duro trabajo a más de cuarenta grados, de peligrosos pinchazos con agujas sospechosas. Del frío rostro de la muerte, de las arrugas, del paso del tiempo, de las lágrimas en soledad, del camino recorrido, de los niños arrastrando su miseria por el sucio suelo, de la búsqueda de la sonrisa esquiva, del resurgir de la antes olvidada y ahora recuperada pasión. De despertarse vivo por la mañana, de mi mano firmemente temblorosa al aguantar a aquel pequeño envuelto en llanto mientras le adivinabas la vena –como siempre me lo hiciste pasar mal, ¡eh, Martín!-; del sudor frío, del miedo, recorriendo la espalda maltrecha; de la belleza robada, de los besos imaginados, del último aliento del soldado desconocido, de no comer a la hora del almuerzo, de caer rendidos de cansancio en los brazos de Morfeo, de sentirse más y más vivo, si cabe, al anochecer.
No voy a hablar de medallas y de grandes batallas ganadas, o perdidas. Ni de estériles sermones e imposiciones de manos. Ni de la guerra, el hambre o el amor. Tampoco lo haré de esa gente maravillosa que “malgasta” su vida en derrocharla por y para con sus semejantes. Ni de alguna de mis ahora, preciosas amigas de grandes ojos. Y por supuesto, y aunque mucho me cueste, acerca de ese extraño dios que al séptimo día descansó.
(…)
¿A qué huelen las cosas?
Lo importante, y lo que me apetece realmente, es no hablar de nada. De la nada para ser más exactos. De esa gran cadena perpetua que es la nada de la ceguera. Tanto la física como la del corazón.
Hoy me voy a conceder la pequeña licencia –alguna ventaja tengo que tener- de poder hablar de otras cosas. De las más sutiles y al mismo tiempo apasionantes. Esas que no hace falta poder ver para saber lo bellas e importantes que pueden llegar a ser. Hablo de saber –y querer- escuchar el reflejo de una luna maravillosa sobre un lago en medio de la noche. De abrazar el delicado sonido del silencio. De intuir el brillo de unos preciosos ojos verdes –o marrones o azules o negros, eso qué más da -, del susurro de una voz amiga vestida de blanco aquella calurosa tarde en el mercado, del leve roce de una caricia, de recordar la preciosa sonrisa –y su cómplice mirada- en aquella cena a media luz, de rememorar antiguos y extraños pensamientos, de la sensual melodía de aquella vieja canción, de volver a saborear ese curioso olor, el de la sangre fresca, que una vez te sedujo…
¿Han probado alguna vez a ver a que huelen las cosas? ¿A qué huele la vida, la amistad, el amor?
¿A qué huelen sus seres queridos? Su padre –si es que lo tienen y lo quieren -, su madre, sus hermanos…
Es una verdadera gozada poder llegar a no echar nada de menos. Nada en absoluto. Las distancias ya no son largas, ni cortas. La vida, nuestra antigua vida, una de tantas quimeras. Los kilómetros, muchos o pocos o demasiados, una mera ilusión. Las cosas, materiales como casi siempre, protagonistas de otra película.
Solo permanece en nuestras cansadas retinas el recuerdo de unas pocas y viejas fotografías. El pretérito aroma de otros tiempos, de otros lugares, de otras vidas dentro de la misma.
Allí –algunos comprenderéis a qué me refiero-, en ese punto perdido en medio de la sabana africana, la cadencia de pensamientos adquiere otro ritmo, otro “tempo”. Las notas en el cuaderno de viaje carecen de sentido. Las palabras no importan. Las letras son solo letras. El aire solo es aire y la noche, las estrellas.
Los recuerdos de la infancia afloran con inusitado desparpajo. Las conversaciones bajo la luz de las velas adquieren otro tono, otro color. Las canciones a la sombra de los hielos suenan de una forma diferente, como más intensas, más reales, más vivas. Hasta el amor, de existir, sabe diferente…
¿Han intentado alguna vez buscar una imagen que resuma toda su vida? ¿Pueden, de verdad, resumirla en una simple imagen? ¿En apenas dos dimensiones?
(…)
El lado oscuro del corazón.
Es una pena que ahora, en estos días de vértigo exagerado, de caducidad aterradora ya no prestemos demasiada atención a las pequeñas cosas que nos ocurren y rodean a cada minuto. Estamos demasiado acostumbrados a dejarnos llevar por aquello que podemos, o ingenuamente creemos, ver –otra vez amanece el mismo verbo-. Aquello ante lo que nos hacen –obligan, sería más acertado- reaccionar. Nos gusta sentirnos seguros, a salvo, con aquello que sin gran esfuerzo podemos intuir y reconocer. La aventura, tan importante para nosotros en otros tiempos, ha quedado relegada a una demasiado minúscula mínima expresión. Nos hemos aburguesado, adocenado, apalancado en demasía. Ya nadie –o casi nadie- disfruta y se enriquece recorriendo el tortuoso camino de los excesos…
Pero todavía queda un resquicio de esperanza. Todos y cada uno de estos dieciséis deliciosos “zumbados” –menos mal que todavía queda alguno- con los que compartí el calor de aquellos intensos días y el embrujo de sus noches, han sabido y querido descubrir –descubrirse- uno de esos extraños, maravillosos y profundos oscuros rincones del corazón, en los que la distancia entre dos puntos separados cien míseros centímetros y unidos por una frágil y delgada línea trazada con un palo sobre el polvo, es un trecho demasiado grande e insalvable.
¿Alguien se ha preguntado alguna vez en cuantas partes se puede dividir un triste e insignificante metro?
Aquí en las tierras más al norte de este olvidado y desconocido país esculpido en nuestra memoria, infinitas no parecen ser demasiadas (suficientes).