El Corazón de las Tinieblas
Expedición Oftalmológica Togo 2003
Siempre he querido saber hacer el mejor regalo del mundo… pero es complicado cuando los engranajes de la gran rueda nos succionan.
Hay más ciegos de los que parece…
¿Quién dijo que definir las cosas es fácil?
Por lo menos ciertas cosas, esas que escapan a la lógica, se antoja demasiado complicado para una triste y sola mente aventurera.
Pero, en fin, ahí va esta pequeña gran historia.
Todo comenzó, como la mayoría de los capítulos interesantes de la vida, con una simple y escueta llamada de teléfono.
Nos volvemos –¡y ya es la tercera “excursión”!- para Africa, ¿te apuntas?
Y eso (hay veces, en las que simplemente escuchar el leve susurro de una voz determinada es todo lo que se necesita para subirse a un enorme pájaro blanco y atravesar medio mundo) para un legionario de la vida –cuando sea, como sea y donde sea- y sus inseparables Nikon es, como diría mi querido amigo el poeta inglés, suficientemente demasiado…
Un par de días después amanecía en la pantalla del ordenador un correo en el que Pepe me explicaba la bendita “locura” que se le había ocurrido: Recorrer la inhóspita sabana diagnosticando y tratando las patologías –fundamentalmente el tracoma, que es la principal causa de ceguera en el tantas veces mencionado Tercer Mundo- oftalmológicas de aquellos pacientes que vivían en los confines del universo conocido.
La idea era demasiado excitante como para que alguien en su sano juicio –habría que definir qué es eso de la locura- se pudiera negar: comer con ellos, reír con ellos, sufrir en primera persona su miedo al enfrentarse a aquellos extraños blancos venidos de un, para su entendimiento, demasiado lejos. Ibamos a adentrarnos en sus poblados, en sus chozas, en su tierra, en su cultura, en su mundo. La aventura estaba servida…
El gran equipo Batule
Tras un largo vuelo en medio de la madrugada llegábamos a Lomé, la calurosa, caótica y palpitante capital de un país que para la mayoría de la gente ni siquiera aparece en los mapas, el Togo.
A partir de ahí kilómetros y más kilómetros –doce horas ininterrumpidas de baches, picaduras de mosquitos, calor y reventones de ruedas- hasta nuestro cuartel general en medio de la sabana: Dapaong, una ciudad perdida y anclada en la noche de los tiempos, último reducto de la tribu de los rostros olvidados, cerca de la frontera con Burkina Faso.
Cada amanecer la inesperada rutina se hacía fuerte en nuestro todo-terreno. Cada mañana cargábamos el coche con cientos y cientos de colirios de impronunciables nombres, polvos mágicos del gran hechicero “batule” (blanco en idioma Moba), linternas de consulta, la “empresa” –el ordenador- de Pablo, unas buenas dosis de sonrisas e ilusión y no sé cuántos artefactos más para emprender el viaje hacia una ninguna parte bien determinada. Cada día la cola de pacientes ansiosos de recuperar el sentido de los colores era la misma aunque con diferentes facciones y en diferente lugar. Mango, Borgou, Lotugou, Bombuaka, extraños nombres, de aldeas perdidas en medio de la nada, que habían pasado de golpe y porrazo a formar parte de nuestro universo más cercano, querido y conocido.
La consulta diaria –bajo la sombra de un rico mango, o en una desvencijada caseta de adobe de apenas cinco metros cuadrados con el techo de zinc y a cincuenta grados, o en el polvoriento aula de una escuela sin puertas ni ventanas…-, daba para escribir un tratado de rara avis de la oftalmología. En la pesadilla Africana –allí, en la sabana, ni el demonio tiene sentido, no puede existir. Hasta para él hace demasiado calor- la realidad siempre supera la ficción: Madres ciegas, padres ciegos, abuelos ciegos, niños sin ojos. Aquí, el filo del abismo está presente a ambos márgenes de todos y cada uno de los caminos imaginables. Le puedes sentir, le puedes oler, le puedes tocar. Y eso te hace sentirte vivo.
¿Verdad, chicos?
Y allí estábamos, al otro lado de la oculta frontera de los sentimientos encontrados, los cuatro “zumbados” del equipo B –siempre quise formar parte de no importa qué equipo B- cargados de ilusión y extraños cachivaches para obrar, o por lo menos intentarlo, el milagro de la luz. Luz. Para muchos una extraña palabra carente de sentido. Yo descubrí que el frigorífico tenía luz una fría noche de tormenta. Desde entonces nada ha sido igual. Ningún día ha sido ni siquiera parecido al anterior…
Todavía hoy, cuando cierro los ojos, puedo ver, oír y sentir la presencia de estos, para mí (y para otros muchos cientos más), tres (que como en el cuento al final eran cuatro) nuevos héroes –amigos, que ya es más de lo que muchos pueden llegar jamás a imaginar-, mirando directamente y sin distorsión desde el precipicio que se extiende más allá de los confines reconocidos y seguros.
Pasado el tiempo puedo incluso escuchar el imperceptible sonido de las lágrimas en soledad deslizándose por el curtido rostro de mi querido Miguel, mientras atendía e intentaba diagnosticar unas patologías que él ni siquiera pudiera imaginar que existiesen.
La gran sonrisa –sí, esa tan extraña y reconocible para los que alguna vez la han visto, que concede la felicidad- que se dibujaba bajo el poblado bigote de Pepe, mientras revisaba los maltrechos ojos –tratados el año anterior y ahora ya curados del omnipresente tracoma- de los niños incapacitados del orfanato de nuestro amigo Ricardo (otro de esos curas anacrónicos que ya tiene ganados -si es que existen, claro- unos cuantos cielos…).
La intensa mirada de Pablo, empapado en sudor y por encima de los cristales de sus gafas –como con ello intentando ver más claramente lo que se le antojaba como un nuevo espejismo-, ante las colas y más colas de enfermos que se extendían bajo la sombra de algún árbol cercano al que nos servía de improvisada y fantásticamente aireada consulta.
Y, por supuesto, sin olvidar –no nos lo perdonaríamos jamás- los ácidos, sabios y demoledores comentarios de nuestro Dartañán particular. Mi gran confidente el “esquirol”. Enrique. El puñetero, jodido, feliz e hipercurrante curilla (así de bien lo definió alguien que yo me sé) que nos ha servido de guía, cerebro, apoyo y muchas otras cosas más, en nuestra aventura sub-sahariana.
(…)
Todos para uno y uno para todos
Todos sabemos que en esta era de hedonismo público y miedo privado, hay gente -“uno ve todo lo que quiere ver de cuanto puede ver”- a la que le interesan más las meras cifras, los fríos números, las prisas, el dichoso teléfono móvil y las cuentas de resultados que degustar tranquilamente bajo la sombra de un baobab, el elixir de la fruta maldita.
Pero cuando se trata de personas –incluso, y sobre todo, de las más anónimas- el agua que mana de la fuente prohibida –algunos sabéis a qué me refiero- se vuelve más y más espesa, casi como la sangre esparcida por el suelo tras aquel fatídico accidente que se convirtió en el principio de mí -nuestra- pequeña nueva historia. Pues hay veces en las que es más interesante vivir por un instante el recuerdo de un sueño, que la aburrida e insípida desidia de alguna que otra aparente realidad. Porque no siempre la distancia más corta entre dos puntos – y por supuesto nunca la más interesante- es la línea recta. En los meandros de nuestra atormentada existencia es en donde radica la esencia del más interesante y simple de los todos.
Además, sólo sé que de mayor quiero formar parte del equipo B.
“Todos para uno y uno para todos”.
Siempre he querido saber hacer el mejor regalo del mundo… pero es complicado cuando los engranajes de la gran rueda nos succionan. Hay más ciegos de los que parece. Ciegos de cuerpo y alma. Porque no es menos ciego el que más ve, sino el que menos imagina.