Eclipse
El Día del Fin del Mundo
Por fin llegó el tan esperado y fotografiado día del fin del mundo. La crucial hora señalada en gruesos y polvorientos libros de antiguas tribus, en la que cielos enfurecidos dejarían caer sobre nuestras cabezas la temida y tantas veces profetizada lluvia de fuego y destrucción.
Por fin llegó (y para felicidad de algunos pocos pasó) el momento en que nuestra máxima preocupación era la de mirar con todo tipo de cutres artilugios a un cielo encapotado y a un sol que se reía atónito observándonos desde sus doradas playas mientras copulaba cómplice con la luna en un inmenso mar de estrellas.
Por fin llegó la apoteosis final. Aunque por desgracia, no dejo ciegos a todas aquellas mentes vacías que deambulan por la noche perpetua y que lo único que les preocupa son las archimillonarias cláusulas del omnipresente fútbol, los chistes malos de los que viven de la farándula, los paseos de la perrita Francis y la vida de un tal John John. Las becarias que levantan la moral en la sombra de ovales despachos, los nuevos métodos para acabar con la celulitis, la moda primavera-verano y los lloriqueos en lo que necesitas es amor…
Por fin llego ese día en el que lo verdaderamente importante era dibujar en nuestras retinas una miserable figura geométrica a través de un cristal casi opaco que nos impedía observar el mundo real, tal y como es y no como nos lo describen desde las butacas de algún lujoso hotel del mundo civilizado, unos tíos encorbatados que lo único que se la pone dura es diseñar guerras en recónditos países y mandar a un puñado de niños hasta el culo de LSD o cualquier otro invento de occidente a matar, violar, torturar y en la mayoría de los casos morir por un ideal que normalmente tiene menos valor que la bolsa de plástico en la que son devueltos a sus madres. Ese trágico día en que lo verdaderamente importante no eran las orejas cortadas a machetazos de los muertos en el ya olvidado Salvador, ni las mujeres violadas al final de la avenida de los francotiradores, ni los litros y litros de napalm arrojados en Vietnam. El sonido sordo de los cristales rotos en territorio comanche, las minas desgarradoras de nuestro amigo Gervasio, el llanto desconsolado de la pequeña niña Kadi (algunos sabéis de que hablo) o la politizada hambruna de Ruanda en el telediario de las tres. Los pobres campesinos masacrados en las montañas de Afganistán, las manos cortadas en el descerebrado Zaire, las balas perdidas en los callejones del olvidado Panamá (Juantxu, tú lo sabes) o los “fotogénicos” y devastadores Skuds en Iraq. Las matanzas en la cercana y televisiva Kosovo, los charcos de sangre en Nicaragua, Laos, Chechenia, Camboya o cualquier otro puto sitio parecido de esos que tanto abundan en este nuestro a veces maravilloso mundo eclipsado por el sol.
Porque la vida real es cruel, breve y dura pero solamente una. Y por mucho tiempo que nos sigamos jodiendo unos a otros en este precioso planeta, como sabiamente me decía mi abuelo cuando yo era pequeño, él seguirá girando y girando sin parar.