Seminario de Monte Corbán
Nuestro Semillero de Sacerdotes
Todo ocurrió, como suceden la mayoría de las cosas interesantes en la vida, como fruto de una mera casualidad. Recuerdo que era una mañana lluviosa, de esas oscuras y grises del mes de febrero, en la que en compañía de un amigo pintor al que iba a reproducir unos cuadros para un catálogo y que allí tenía depositados, entraba por primera vez en aquel frío edificio de corte majestuoso, sobrio estilo y desconocida utilidad.
Serían las 9.30 de la mañana cuando la religiosa que se encontraba en la portería nos abrió muy amablemente, lo que yo en un principio pensaba era solamente, las puertas físicas del seminario. De repente como si de una aparición (y nunca mejor dicho conociendo el pasado del lugar) se tratase, allí me encontraba yo rodeado de grandes piedras llenas de Historia, de estáticas puertas de madera que encerraban miles de historias, de miradas furtivas de jóvenes que caminaban entre los vetustos arcos del precioso claustro, de crucifijos, de sorpresa, de inquietud, de silencio. ¡ En verdad tenía alguna utilidad aquel edificio construido a unos cinco kilómetros de la ciudad de Santander y al final de una gran recta de esa carretera que tantas veces había recorrido en busca de la tranquilidad de las playas de Liencres! ¡ En el Seminario Diocesano de Monte Corbán realmente existía una vida que yo creía ya pretérita!
Ubicado en San Román de la Llanilla, es muy difícil determinar en qué época se establecieron los cenobitas en Santa Catalina de Monte Corbán. Los historiadores, como más tarde descubrí, se inclinan por determinar el siglo XIV como comienzo de la llegada de los primeros monjes, seguidores de la regla de San Jerónimo, quienes practicaban la oración en pequeñas cuevas excavadas por la erosión en los peñascos de lo que se conocía como Monte Corbán (en los últimos años diferentes grupos de arqueólogos y espeleólogos han solicitado redescubrir nuevamente los restos sin éxito). Fue por el año 1407 cuando se concedió la licencia para que se edificase el monasterio, del que todavía hoy se conserva el precioso y único claustro de doble piso y estilo plateresco que existe en la Diócesis, en torno a la ermita de Santa Catalina de Alejandría, patrona del seminario.
A lo largo de los tiempos el lugar se ha visto ampliado (de finales del siglo XVIII y principios del XX, data la construcción del claustro grande de corte herreriano, la fachada y la escalinata interior), arreglado (tras los grandes desperfectos ocurridos durante la guerra civil), reformado y utilizado para diferentes y dispares menesteres (cabe destacar que sirvió de cuartel de las tropas auxiliares inglesas que apoyaban al ejercito liberal durante la primera guerra carlista).
En la actualidad el Seminario Diocesano de Monte Corbán, está dividido en dos secciones claramente definidas. Por un lado el Seminario Menor, que se encarga del seguimiento, ayuda para el discernimiento y formación de aquellos jóvenes que quieren ser sacerdotes pero que todavía están cursando estudios de Primaria, Secundaria o Bachillerato.
Por el otro, el Seminario Mayor Diocesano. Instituto de Estudios Teológicos y desde 1997 afiliado a la Universidad Pontificia de Salamanca, en el que se prepara ya directamente para el ejercicio del Ministerio Sacerdotal a aquellos que han elegido ser sacerdotes, una “profesión” en claro retroceso. Los 23 chicos que se preparan en Corbán sienten realmente la llamada, a diferencia de en los oscuros años de la posguerra en que una parte de las “vocaciones” eran impuestas por los padres, ya que en toda familia numerosa (y en aquella época lo eran la mayoría) uno o dos de sus hijos se hacían sacerdotes bien para evitar el hambre o simplemente para poder recibir una educación que de otro modo era impensable. Las cosas han cambiado. En estos momentos, la imagen de los seminaristas dista mucho de aquella de no hace tantos años en la que unos jóvenes vestidos con túnica negra y fajín rojo recorrían las calles de nuestros pueblos y ciudades todos los 19 de marzo, festividad de San José y día del seminario, realizando una colecta. Hoy en día, los chicos que se preparan para ser sacerdotes en cualquiera de los seminarios que hay diseminados por todo el territorio español, son una especie en vías de desaparición, engullida por esa vorágine consumista e individualista que tanto prima en la sociedad actual. Ya no existen túnicas negras, ni fajines rojos, ni ese tipo de elementos anacrónicos y diferenciadores entre estos chavales y el resto de jóvenes de nuestros días. Son personas normales como tú y como yo que han recibido la llamada de Dios y han elegido libremente “romper” con su pasado, con su familia, con su antigua vida, y se preparan concienzudamente para vivir y desarrollar una labor tan elogiable (aun sin entrar en valoraciones religiosas) y encomiable como es intentar hacer el bien al prójimo y servir a la comunidad.
Podríamos definir la estancia en el seminario como un periodo de discernimiento y madurez. De discernimiento sobre sus planteamientos acerca de la vida y su posicionamiento en el mundo. De búsqueda de la propia identidad e instante clave de poner a prueba la fe que les ha llevado hasta allí. Es un momento crítico en el que cada joven intenta ratificarse en sus ideas y planteamientos vitales en un ambiente muy propicio para ello de paz y tranquilidad. Es además una época de madurez (sobre todo teniendo en cuenta la juventud de los chicos) en la que se les prepara de una forma integral y con una educación secular intentando con ello que no pierdan la referencia de la realidad externa que les rodea.
En el seminario cursan los seis años de estudios eclesiásticos (más la reválida al final del sexto curso en la que son examinados por profesores venidos de la Universidad Pontificia de Salamanca) edificados en torno a las diversas dimensiones de los cinco pilares básicos en los que se fundamenta la formación de los futuros pastores: la dimensión humana, espiritual, intelectual, comunitaria y pastoral.
Bajo la atenta mirada del rector y supervisados de una forma más directa y personal por el formador (que es el sacerdote que convive las veinticuatro horas del día con los seminaristas), los chicos van edificando su “proyecto” de futuro, creciendo tanto en su faceta humana de relación con los demás, como en la búsqueda de su espiritualidad, pasando por una profunda formación intelectual y prestando especial atención a la comunitaria, tremendamente importante para quienes han decidido distanciarse en cierta manera del mundo exterior y aprenden la difícil tarea de convivir en un ambiente de fraternidad. Sin olvidarnos de la preparación pastoral de los futuros sacerdotes (en la que toman el pulso de las diversas parroquias y sus dispares necesidades y descubren de primera mano la relación entre el Pastor y su rebaño) que es, en definitiva, la finalidad y el objetivo fundamental del Seminario.
La vida durante la semana en el seminario comienza muy temprano, sobre las 7 de la mañana una música como venida del más allá rompe con el silencio de la noche. Es hora de comenzar el día, y la primera obligación es acudir a la oración de alabanza de las mañanas, las laudes, a las 7,30. A partir de ahí es tiempo para el desayuno y para preparase para la rutina cotidiana del día a día. Las clases de cincuenta minutos, (y que abordan tanto el área filosófica durante los dos primeros cursos, y área teológica durante los cuatro restantes) como cualquiera de un instituto, comienzan a las 9,00 y se prolongan, con intervalos para el descanso de 10 minutos, hasta las 13,10. Momento a partir del cual llega la hora dedicada principalmente al deporte en el que cada uno opta que hacer: jugar al frontón, hacer un poco de footing por los arbolados y tranquilos alrededores del seminario o como no podía ser de otra forma jugar un partidillo del omnipresente fútbol. Tras el ejercicio y una ducha reparadora llega la hora de la comida en el que todos como buena comunidad se reúnen a la mesa para almorzar y comentar todo lo acaecido durante la mañana. Alrededor de las 15,30 y tras el café de la sobremesa, llegan los instantes para la dedicación personal en el que cada uno decide entre las diferentes opciones (ver lo que pasa en el mundo en las noticias de la tele, sestear como buen español, leer, pasear, etc…). A partir de ahí comienza el tiempo para el estudio hasta las 8 de la tarde en que todos los habitantes de la casa (incluidas las religiosas del carisma de la Sagrada Familia de Burdeos que viven junto a los seminaristas y como ellos comentan “les hacen la vida más fácil”) se reúnen para dar gracias a Dios en la eucaristía comunitaria con la oración de vísperas, presidida a veces por algún sacerdote invitado o por el mismo obispo. Tras la cena llega el esparcimiento, los juegos (tradiciones como el mús, partidas de trivial, etc…), la lectura, o simplemente reunirse delante del televisor para ver una buena película o como ocurre desde hace tiempo uno de esos “interesantes” partidos de fútbol que nos ponen día tras día hasta la saciedad. A las once de la noche llega el silencio necesario para el descanso, aunque de cuando en cuando, perturbado por el sonido furtivo en la noche de las voces de los chicos en algún apasionante debate.
Los fines de semana cada seminarista coge su mochila y su guitarra, y parte rumbo a su destino pastoral con la intención de no perder el contacto con la comunidad y mantener la relación con la realidad cotidiana externa a la vida en el seminario (eje fundamental de la educación secular). Aprender a compartir con las gentes de la parroquia sus alegrías, sus tristezas. Escuchar e intentar dar solución a los problemas cotidianos que les afectan en mundo real.
En estos campos de “prácticas” los seminaristas mantienen un contacto directo con los feligreses y se convierten en pieza fundamental de la vida en las diferentes iglesias en las que ayudan a los párrocos en los quehaceres cotidianos del fin de semana. Podemos verlos jugar con los pequeños que se preparan para hacer la primera comunión antes de entrar en la catequesis, ensayando con el coro las canciones de la misa de las once del domingo, en la sacristía bromeando con los monaguillos los instantes previos a la eucaristía o simplemente tomando café con un grupo de feligreses que disfrutan charlando de lo divino y de lo humano.
Tras la experiencia de haber convivido unos días con los seminaristas, sonrío recordando, con la tranquilidad y la capacidad de asimilación que otorga el paso del tiempo, aquellos instantes en los que llegaba por primera vez al seminario Diocesano de Monte Corbán cargado con los habituales prejuicios de una persona alejada por convencimiento del mundo de la iglesia, con la sana intención de descubrir una realidad que le era ajena y al mismo tiempo, como todo lo desconocido, atraía.
Entendí que para algunos pocos, el mundo de la religión es algo más que visitas de vez en cuando a catedrales para admirar los brillos multicolores de los rayos del sol atravesando sus vidrieras o acudir, como preámbulo a los vermuts y las rabas de los domingos, al sermón (sin sentido para aquellos que no escuchan) del párroco de toda la vida, o rezar cual rutina antes de acostarnos oraciones aprendidas cuando éramos niños…
Realmente, hay otras personas en el mundo que se sienten llamados por Dios (allá donde quiera que esté) para abandonar su pasado y abrazar una nueva vida. Una vida edificada entorno al amor y el entendimiento entre los hermanos. Chicos que se preparan concienzudamente en los seminarios para la difícil y encomiable misión de servir a los demás. Jóvenes que al mismo tiempo que cultivan su faceta humana, como el resto de nosotros, procuran fortalecer su vertiente más espiritual auspiciados bajo el manto de la figura de Jesucristo y de la Iglesia Católica. Chavales que participan y están implicados en la vida externa al seminario, que quieren preocuparse por los demás, que acuden a hospitales a visitar enfermos, a residencias, a cárceles… Que pasean bromeando entre los arcos del claustro (todavía hoy escucho sus pisadas), que disfrutan de la lectura de antiguos libros en la formidable biblioteca, que componen con sus guitarras alegres himnos de paz y amor. Que juegan al mús por las noches después de cenar, que se reúnen con chicos y chicas de otros lugares para compartir sus inquietudes. Que comen, duermen, viajan, ríen, lloran como tú y como yo, y que han logrado la difícil tarea de descubrir el rumbo que quieren seguir y que realmente se sienten vivos.
Recuerdo con gran simpatía los instantes iniciales de descubrimiento, las sombras siempre en movimiento y esquivas en un principio a la cámara, la preciosa luz amarilla que emanaba de la sacristía, los crucifijos al final de la imponente escalinata, las conversaciones filosóficas con Ricardo en medio del silencio, el café de puchero de las seis. El ambiente mágico y misterioso de la capilla, aquel sugerente florero en la repisa de la ventana de la cocina, los interesantes comentarios durante la comida, las formidables composiciones musicales que realizaba Sergio con su ordenador…, pero muy especialmente la sensación de ser recibido con las puertas abiertas en un lugar que hasta el momento creía tan frío y distante.
Todo ocurrió, como la mayoría de las cosas interesantes en la vida, como fruto de una mera casualidad. Recuerdo que lo que en una mañana lluviosa del mes de febrero comenzó como un encargo profesional, poco a poco desembocó en el descubrimiento de una realidad que me era ajena por completo. En el interior del Seminario Diocesano de Monte Corbán encontré la amistad de personas, en un principio tan distantes a mis ideas y vivencias, y al mismo tiempo tan cercanas, cordiales y plenamente integradas en el mundo, en mi mundo, en nuestro mundo.
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