Quiero una Chica
Las Piedras del mal. La blanca pared
Siempre buscando.
Sería un buen lema. O una buena –si alguien gusta de ello- definición. Al final de nuestras vidas intentamos resumirlo todo con burdas y absurdas acotaciones.
Ya no más! O sí?
Prueben a definirme el sufrimiento.
Lo conocen? Lo han sentido alguna vez?
(…)
Erase una vez otro de esos lugares –por suerte o por desgracia ya he visto demasiados- en los que el tiempo se para de golpe y porrazo. Un enclave en el que de repente te das cuenta de lo jodidamente solo que te encuentras. Una recóndita explanada en la que un blanco inmaculado lo ocupa absolutamente todo. Una brillante oscura pared en la que calor te absorbe, te alivia, te oprime, te agota…
Carlos, “el pulga” (allí si no tienes mal apodo no eres nadie), fue mi guía y anfitrión. Era un chaval de escasos trece años, delgada planta y sonrisa furtiva. Lo sabía todo. Todo, claro, dentro de aquel maravilloso planeta nacarado del que jamás había salido.
Comenzamos nuestro “paseo” atravesando una preciosa y calurosa selva centroamericana, sin hablar. Todavía estábamos observándonos. Todo necesita su proceso, no importa. Paso a paso, pregunta a pregunta, nos acercábamos allá en donde los pájaros no cantan. Donde los niños no ríen. Donde el sol, el calor y el apagado ruido de los picos y el sufrimiento lo invaden todo. Allí estábamos en el epicentro de una mina de piedra pómez, al otro lado de no se sabe exactamente dónde. Simplemente al otro lado. Como siempre.
La blanca pared
La gran llanura lo cubría todo. Y el calor. Cientos de personas anónimas incrustadas en la blanca pared. Arrastrando su sufrimiento golpe a golpe. Pico a pico. Saco a saco. No sabría definir exactamente lo que uno siente al escuchar el roto silencio de la nada y la pena. Y sin embargo todo tenía sentido. Allí en la blanca pared.
El Pulga, me enumeraba con voz pausada, las víctimas que se había cobrado la necesidad. Precisaba sin equivocación o duda, los nombres y apellidos de los muertos anónimos de la escasez y la gazuza. Hombres, mujeres y niños que cada día retaban –e intentaban burlar como buenamente podían- a su fatídico destino por conseguir un puñado de minerales de mejor calidad. Muertos y más muertos sepultados vivos por los desprendimientos, que ahora poblaban improvisados cementerios.
Los destrozos en las manos producidos por la piedra. Las jornadas maratonianas adosados a las pequeñas rocas, con un pico, un rastrillo, un machete de punta roma y la conciencia de lo absurdo como única compañera. Querer comer y por supuesto querer alimentar a los vástagos, es algo lícito incluso para los que siempre han sido pobres. Doce horas cada día, sin interrupción, de lunes a viernes –el sábado es día de merecido y escaso pago, menos mal- llenando tristes sacos blancos de cincuenta kilos –¡y no saben lo que pueden llegar a pesar!-. Sacos de cincuenta kilos a nueve pesos –míseras novecientas pesetas de las de antes- el pesado fardo. De seis a seis, haga calor o calor. Si llueve -y sí que llueve- no se trabaja, no se come. Allá, en la blanca pared, la sociedad agua piedra no se llevan demasiado bien. La extraña simbiosis produce desconsuelo, quemaduras, desprendimientos, hambre… la muerte.
Vidal. Cuarenta años. La mitad de ellos esclavo del pico y el machete, de la piedra. Sus ocho hijos tenían el mal hábito de querer comer todos los días. Extraña -y cara- costumbre. Sobre todo para ciertas latitudes. Sus manos resquebrajadas y empapadas en sudor. Su alma partida por un solitario dolor. Cumplía la condena de sus días –en sus noches ni siquiera había tiempo para lindos sueños- enterrado vivo en un agujero escarbado en la inaccesible jungla. Solo. Arrancando, recolectando y acarreando pesadas esquirlas con las que poder tintar de bonito tono usado a nuevos –que contradicción- y caros pantalones vaqueros para los niños bien de medio mundo. No pasa nada. El planeta puede seguir soportando esa carga. Siempre quise saber cómo se conseguía ese bonito aspecto blanquecino de los pantalones que llevaba. Blanco, otra vez la misma palabra. Una cosa menos por descubrir.
Las gotas de sudor surcaban el erosionado rostro de su tormento. Sus dedos, huérfanos de literatura, privados de lo en otros lares obligado. Sus ojos -el espejo del alma, dicen- encharcados por la carencia. Sus pensamientos errantes por la nada. Por la omnipresente blanca nada del desánimo… Y sin embargo, encontraba sin gran esfuerzo un huequecito entre palada y palada, en el que disfrutar de las pequeñas grandes cosas que a veces, en nuestra agitada vida, se nos pasan desapercibidas. El humo efímero, de un cigarrillo compartido. La mirada inquieta de la nueva compañía. Las palabras burlonas de una solitaria conversación… Al suave papito. Aquí todo va al suave. ¡Qué gozada!
Volvamos a los pantalones. Los suyos, los míos. Todos siguiendo el mismo patrón. La moda. Esclavos de un mismo tono, de una misma pauta. Pertenecemos –por mucho que luchemos y nos queramos de ello emancipar- al ejército de los portadores de calzones desgastados. Eso sí, nosotros porque queremos que parezcan bonita y perfectamente envejecidos. Otros, el resto, porque no les queda más remedio que seguir apegados a los jirones, los remiendos y el blanco de la miseria. Es curioso que los más pobres son, habitualmente, los que calzan los zapatos más limpios. Curiosa contradicción. Yo a eso no le prestaba demasiada atención. Hasta ahora.
Corazón partido
El calor. Siempre el calor. Rodeado de blanco y más blanco. El blanco que ejerce de diana de todos los disparos. De nuestros disparos. El blanco de la miseria. De la miseria de otros, por supuesto.
Mujeres. Embarazadas como María –siempre encuentro alguna María. Eso me gusta, y entristece.- que sólo alimentan a su futuro retoño con un aire viciado por la piedra y unos tristes frijoles molidos, como su alma. Los días para ella eran siempre el mismo aunque con una particularidad: su semillita cada mañana le tamaleaba (robaba) una porción mayor de su escasa dieta. Y eso no tenía trazas de solución, por lo menos en los próximos nueve meses. Bueno, después de ese periodo la cosa se complicaría aún más. Imagino que lo sabría. Ya tenía experiencia. Veinte años y ya cuatro boquitas que amamantar no está del todo mal, ¿no?
Y niños, muchos niños. Churumbeles que no sabían de Nintendo, ni de Terminator III, ni de teléfonos móviles, ni de Reyes Magos, ni todas esas mierdecillas con las que nosotros les agasajamos, compramos y engañamos en nuestro primer mundo. Allí su escuela, su parque de juegos, su universo, su condena eran la misma cosa y se encontraba concentrada en el mismo puto lugar: la blanca pared.
(…)
Bueno, por hoy –solamente por hoy- creo que ya ha sido suficiente. Aunque honestamente pienso que nunca es ni suficiente ni demasiado. Les dejo descansar. Disfruten de su domingo acompañados por esos a los que quieren. Porque imagino que hay alguien al que quieren aunque jamás se lo hayan dicho ni expresado. Deberían probar un día a demostrárselo. Verán lo bien que se sienten sabiendo que todavía tienen un bello corazoncito, allá en alguna parte, que late en su interior. Les deseo Feliz Navidad en no importa qué día. Eso es lo de menos. Además hoy me siento dichoso sabiendo que al final todo tiene sentido en el desconsuelo de la nada. Yo sólo sé –y eso para algunos es suficiente y demasiado al mismo tiempo- que anhelo aquello que todos dicen buscar y que casi nadie se atreve a encontrar. Aquello que se podría resumir como dice esa maravillosa canción que sirvió de banda sonora de uno de mis sueños: Quiero una chica. Quiero un ideal. Quiero una mujer que sea muy especial. Quiero una dama que me sepa amar… y por supuesto, que se sepa menear.