Nicaragua
El Otro Parque Temático (II)
A lo largo de 1999, Nicaragua comenzó a ser, para desgracia de los que allí vivían, un país fácilmente ubicable en los mapas. Gracias al huracán Mitch, y sobre todo al despliegue de las televisiones de medio mundo, paso a ser un territorio cotidiano para nosotros. Conocíamos el rostro de aquellas gentes que deambulaban sin rumbo fijo buscando con desesperación la tan anhelada ayuda humanitaria que les enviaban del exterior. Habíamos visto con nuestros propios ojos los campos sembrados por los cuerpos de cientos de personas anónimas y que tanto habían removido nuestras conciencias. Habíamos escuchado los desgarradores testimonios de los que habían perdido a toda su familia, de los que no tenían nada que comer, de aquellas gentes que no tenían en donde cobijarse. Y de repente, como por arte de birlibirloque, las imágenes de los niños desnudos que jugaban en el lodo cesaron de llegar a nuestras pantallas. Parecía como si la situación por fin se hubiera normalizado.
Actualmente Nicaragua (aunque a mucha gente le sorprenda), tiene el discutible honor de ser junto con Haití el país más pobre de Centroamérica y al mismo tiempo el menos esperanzado. Es un precioso paraíso asolado a lo largo de su historia por grandes desastres naturales, fratricidas guerras sin sentido y graves problemas políticos. Es en definitiva y como allí resignados me contaban “en donde el verde oculta la pobreza”.
Una nación en la que las diferencias entre clases sociales son tremendas. Se pasa drásticamente de la mayor de las opulencias en la que viven cualquiera de las veinticinco familias que se reparten todo el poder económico y político de la nación (curiosamente las mismas que lo controlaban en época del tan criticado dictador Somoza además de la reciente incorporación de algunos de los capitanes de la denominada revolución Sandinista), a la más absoluta de las miserias (el 80% de la población intenta sobrevivir como buenamente puede en el umbral de la pobreza).
Un lugar en el que la gente está harta de las corrupciones del gobierno y en el que ya no quiere oír hablar más de los arreglos y los absurdos pactos entre los no hace tanto tiempo enemigos. Historias tristemente celebres e indignantes como la ocurrida durante la erupción del volcán Cerro Negro en el que mientras los campesinos lo habían perdido absolutamente todo y veían con gran incertidumbre su ya de por sí difícil futuro, su presidente se marchó acompañado de todo su séquito a Miami a su propia pedida de mano, más tarde se fue a Santo Domingo a celebrar el matrimonio civil y posteriormente dio otra gran fiesta en Managua para celebrar por todo lo alto la ceremonia religiosa.
O aquella en la que un alto cargo del ministerio se estaba construyendo una mansión en Pochomil con los fondos que desviaba de las ayudas del Mitch y se paseaba sin apenas sonrojarse, en un Lincoln de 45000 dólares en sus desplazamientos oficiales.
O casos como el de Daniel Ortega, uno de los lideres sandinistas en estos días criticado hasta por sus propios correligionarios, que vivía en un inmenso inmueble amurallado en el centro de Managua incautado durante la revolución y que ahora se negaba a devolver.
Vivieron mal con Somoza, les fue mal con los sandinistas y siguen viviendo mal con los denominados liberales de Alemán (más conocido por la población con calificativos como “gordoman” o “riquichi”, y que nos da una idea del ambiente de amargura y desconfianza que se respira).
Es un país en el que la mayoría de la gente subsiste hacinada en chabolas construidas con los elementos más inimaginables, en medio de una maraña de “calles” entrelazadas siguiendo un orden estricto dentro del más absoluto caos. Sitios como Ciudad Sandino, uno de tantos asentamientos a las afueras de Managua en el que habitan aproximadamente 100.000 personas y que en un primer momento acogió a los damnificados del trágico terremoto del 72 que vivían en el centro de la ciudad (epicentro del cataclismo) y que Somoza apartó a los suburbios para que no molestaran. Con el paso del tiempo ha ido aumentando de tamaño con la llegada de diferentes oleadas de refugiados, siempre por motivo de alguna nueva catástrofe. La más reciente ha sido la de los evacuados a raíz del huracán Mitch (unas 12000 personas) que han construido sus casas de plástico en el barrio de Nueva Vida, la zona más pobre, marginal y alejada del centro. Al internarnos en uno de estos guetos, nos damos cuenta de lo duro que puede resultar despertar cada mañana privados de absolutamente todo lo necesario para poder vivir dignamente. Allí no hay agua corriente, ni letrinas, ni luz. Las basuras se amontonan por doquier, las enfermedades proliferan como consecuencia del estancamiento de las aguas fecales en calles en las que podemos ver chapotear en el barro, junto a los temibles zancudos que transmiten la malaria, a niños con nombres tan desconcertantes como Micthantonio, Onedollar, Javiermitch o Kelvinjesús.
Que duermen, como Pablo Antonio Gutiérrez, sobre un sucio jergón bajo dos tablas en lo que es hoy el cementerio que alberga a las incontables víctimas del volcán Casitas. Con voz cálida y pausada nos relataba resignado, los espeluznantes detalles de aquellos momentos que nunca podría olvidar. Los gritos desesperados de los niños en la oscuridad de la noche, el deambular de las madres en busca de sus hijos desaparecidos, los interminables días asilados sin alimentos esperando el rescate, el pánico, la desolación. El ruido sordo y atronador del fin del mundo que todavía hoy le acompañaba cada atardecer al acostarse en el mismo lugar en el que perdió en aquella fatídica fecha a 54 miembros de su propia familia (se consideraba un afortunado por haber conseguido salvar de la riada a su mujer y a dos de sus ocho hijos).
Paisajes tan dantescos como el basurero de Acagüalinca en el barrio de Chureca, a orillas del lago de Managua al que van a parar las aguas contaminadas de la ciudad. El vertedero municipal es el sitio más miserable e insalubre de Managua, en el que viven “tranquilamente” si tenerse que preocupar de pagar renta alguna e intentan ganarse honradamente la vida más de 300 familias.
Moverse por este inmenso lugar es lo más parecido a pasear entre los cañones de un inhóspito planeta de alguna galaxia desconocida. Recorrer no sin dificultades, el angosto camino flanqueado por murallas de porquería que nos conducen hacia la gran explanada en la que regimientos completos de personas buscan a diario el pan y la vida, puede ser lo más parecido a una de nuestras más terribles pesadillas. Aquí conviven en aparente simbiosis vacas que pacen indolentes entre los desperdicios, grandes buitres que revolotean amenazantes sobre nuestras cabezas, famélicos perros llenos de pulgas que no tienen fuerzas ni para ladrar y cientos y cientos de hombres, mujeres y sobre todo niños (hay que tener en cuenta que una familia nica tiene por término medio seis u ocho hijos) que buscan objetos reciclables para vender y con los que obtener algo de dinero o simplemente un pedazo de fruta, carne o pescado, en la mayoría de los casos podrido, para llevarse a la boca. Un territorio en el que decenas de estas “hormiguitas” humanas están constantemente expuestas a enfermedades como hongos en la piel, infecciones en los ojos o estómagos y gripes por el ambiente contaminado en el que habitan. Unas tierras en la que niños descalzos y semidesnudos recogen papel, plástico o botellas entre grandes cantidades de hierros oxidados, cortantes cristales de todos los colores y miles de jeringuillas usadas venidas de las calles de Managua, y en las que de cuando en cuando abren una pequeña brecha entre la basura para jugar un partido de fútbol o se divierten con el único juguete que han conocido en su corta vida, unos viejos neumáticos usados.
Un peligroso y fantasmagórico lugar, refugio último para los más pobres y desdichados de la capital, invadido por cientos de miradas desconfiadas y amenazantes en el que los niños apenas sonreían cuando me acercaba a fotografiarles, mientras recogían con sus manos desnudas de la montaña de desechos del ultimo convoy, el fruto de innumerables horas de faena bajo el sol. Una gran cloaca en la que no queda ni mal olor, ya que ningún desperdicio orgánico pasa el suficiente tiempo en el suelo como para poderse descomponer.
La llegada de un nuevo camión repleto de basura a la “Chureca”, supone para cada una de las personas que allí habitan, cruzar o no cruzar ese día, la delgada y a veces imperceptible línea que separa la vida de la muerte. La por estas latitudes escasa diferencia entre el desconsuelo de la nada o la esperanza de haber conseguido sobrevivir un día más en la miseria.
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