Los Gritos del Silencio
La Historia de Moncho y Payito
Hay relatos que, aunque a la mayoría de los mortales nos cueste entender y comprender, están escritos con sangre. Con una sangre roja, muy roja. Savia vital de pequeños cuerpos esculpidos por el duro trabajo en los húmedos cafetales. Sangre joven y fresca, derramada por los que acaban siendo meros números que engrosan frías estadísticas. Rostros sin nombre, sin apellidos, sin presente, ni pasado… sin final.
Esta es la historia, tremenda donde las haya, de Moncho y Payito. Dos pequeños, de 7 y 10 años, que un trágico día de verano, mataron a machetazos a sus dos primitos en un recóndito pueblo de las montañas, de no importa qué país.
Al acercarme, como cada atardecer, a jugar al módulo de los “pequeñines”, me encontré con la agradable e inesperada sorpresa. Una breve silueta –apenas levantaba un metro del suelo- de penetrante mirada y grandes mofletes, destacaba sobre las demás. Allí estaba él, Payito, con sus enormes botas azules saturadas de barro, su pantalón vaquero todo desgastado y rebosante, como su raída camisa, de agujeros, y tocado por aquel simpático sombrero blanco de cow-boy.
Sus diminutos pies, abarrotados de heridas y plagados de hongos. Sus brazos y espalda atestados de marcas que determinaban las fronteras del mapa de aquel pequeño cuerpo. La cabeza infestada de piojos e inundada de cicatrices. El abultado vientre repleto de parásitos y comida furtivamente extraída de algún campo cercano…
Un nuevo “pitufillo” (junto con su hermanito, como más tarde me enteraría) había entrado a formar parte de la gran familia.
Llegaron de improviso. Rodeados de cierto halo de misterio. Única e inexplicablemente arropados, por una preciosa madre luna que los observaba y protegía, desde un inmenso cielo cargado de estrellas.
Sus primeros días en el orfanato fueron muy difíciles. Las pesadillas, la fiebre –típico efecto secundario producido por los medicamentos para desparasitar sus intestinos-, el cambio de escenario, la falta de familiares, los nuevos rostros, el orden establecido…
El dormir en una cama, duchas con agua corriente, tres comidas al día, ir a la escuela, dibujar, jugar, correr, saltar… los días en las montañas quedaban ya muy lejos.
Nadie sabía nada. Ni siquiera los educadores o los religiosos que estaban a cargo de lo que ahora era su hogar, conocían la terrible historia de aquellos dos renacuajos.
Moncho
Moncho era un chiquillo muy retraído, de parco verbo –a cualquier pregunta aseveraba con un desquiciante ¡cómo no!– y ojos esquivos. Se había convertido, tras los trágicos acontecimientos, en el absorto espectador de una película a la que solo él estaba invitado. No quería jugar. Deambulaba de un lado para otro, ausente, con la mirada perdida. Portaba, en todo momento, algo entre las manos; una guayaba, un palo, una pequeña florecilla silvestre… eso daba igual.
Retrataba con los lápices de colores en sus dibujos, la pesadilla con la que ahora tenía que convivir. Las formas con aspecto humano aparecían decapitadas en todas sus composiciones. El rojo, se había convertido, muy a su pesar, en el centro del universo de su paleta de colores.
Siempre estaba el uno pendiente del otro. ¿Dónde está Payito?, preguntaba el pequeñajo a cada rato. Mientras el cabeza de lo que ahora era su familia, le traía escondido bajo su agujereada camisa un par de mangos, fruto de alguna incursión más o menos clandestina por los árboles cercanos.
Todavía hoy se me encoge el corazón al recordar, la mirada atormentada de aquel crío que había cortado la cabeza con un machete a sus dos primos de 9 y 11 años, mientras su hermano pequeño lo observaba todo, atónito, y con las manos manchadas de sangre.
Payito
Payito era la primera vez en su corta vida que se ponía otra cosa que no fueran aquellas horribles y demoledoras botas catiuskas de color azul. Había descubierto a la fuerza, de golpe y porrazo, que existía otra realidad, otro mundo, otra vida, fuera de los duros cafetales, del trabajo de sol a sol, de acarrear fardos que le doblaban en peso, de los malos tratos de los mayores…
Era muy gracioso verle calzar los zapatos con los pies cambiados, como si con ello -reminiscencias del pasado- intentara llevar dos direcciones al mismo tiempo, y evitar siempre que podía esas “chinelas” (chancletas para nosotros) que tan poco le gustaban, y decía eran de mujer.
Le encantaba dibujar. Inundaba las hojas, una tras otra, de figuras antropomorfas, de casitas de cuento de hadas, de colores esquivos y mezclas imposibles, de trazos salvajes… No dejaba nunca ni siquiera un pequeño espacio en blanco en el que poder estampar su firma, como intentando así borrar el rastro de toda presencia – su presencia- en ese duro mundo en el que había tenido la suerte o la desgracia de nacer.
Se despertaba en mitad de la noche, excitado, empapado en sudor, y relataba, sobrecogido y con voz entrecortada, las dantescas imágenes de muerte y sufrimiento que invadían noche tras noche sus sueños. La pesadilla era constante y martilleaba su cabeza sin piedad. Sangre, sangre… lo veo todo cubierto de sangre, repetía sin descanso una y otra vez.
Le habían encontrado vagando solo en dirección a la puerta en uno de sus múltiples intento de fuga. Aprovechaba cualquier despiste del educador para zafarse de su cuidado y emprender, como él decía, la búsqueda de su mama. La echaba de menos, que se podía esperar.
El “gordito”, como le llamaban cariñosamente el resto de chavales, se había convertido en el epicentro de aquel microcosmos. Nos había ganado (robado sería una mejor definición) el corazón. Ahora todo, absolutamente todo, giraba a su alrededor.
El nuevo futuro
Los niños, poco a poco, se iban adaptando a las condiciones de su nueva vida. Moncho comenzaba a sonreír y participaba en los juegos con sus compañeros – ahora todo era fútbol y más fútbol-. Había recuperado el habla perdido y su sonrisa, esquiva en un principio, se iba tornando con el paso de los días más y más feliz.
Payito, auténtico terremoto, se pasaba todo el santo día corriendo, brincando, subiéndose a los árboles –descalzo, por supuesto- para desesperación de todos. Sus preciosos e intensos ojos marrones, escudriñaban sin descanso aquel nuevo y vasto territorio en el que poder dar rienda suelta a sus travesuras. De día o de noche. Con lluvia o con sol. Eso era lo de menos. Le podías ver subido en lo alto de una gran palmera “agarrando” cocos que más tarde – tras pelar con los dientes- devoraría, o persiguiendo por el módulo a alguno de sus compañeros para darle un “cariñoso” pellizquito – una de sus auténticas, y dolorosas para quienes los probamos, obsesiones-…
Así era él; el bollito que a toda abuela le gustaría tener en su casa para merendar.
La historia de estos dos pequeños tenía un triste e incierto –aunque no tanto- final. Pasarían el resto de su infancia en aquel Hogar –probablemente lo mejor que les podía haber ocurrido y su única tabla de salvación- sin apenas contacto con el mundo exterior. Carentes de la asistencia psicológica necesaria para poder superar una experiencia tan dura y alienante como la suya. Separados de sus familias, de sus amigos, de su pueblo al que nunca podrían volver. Se habían convertido, sin querer, en viajeros nómadas sin un hogar al que poder regresar. Su futuro –si es que tenían derecho a tenerle-, dependía en gran medida de las decisiones que tomaran encorbatadas terceras personas tras la mesa de algún recargado despacho de ciudad capital.
Juan 8. 7.
En aquel país, típica república bananera – hay lugares en el mundo en los que ser buena persona no consiste en hacer el bien, sino simplemente en no joder a los demás-, la mayoría de los medios de información (o desinformación, así haría más justicia) se hicieron eco del terrible suceso. Unos y otros, en mayor o menor medida (la vergüenza es lo último que se pierde), inundaron sus editoriales, sus páginas centrales o sus columnas de opinión, de comentarios a cerca de aquellos dos pequeños “asesinos” del pueblecito de las montañas. Juicios de valor, preguntas sin respuesta, argumentos sin sentido, historietas difícilmente creíbles, un espeluznante reality-show en toda regla (a la americana, o a la europea, ¡qué más da! ya estamos enrolados en el mismo barco), montado en torno a dos criaturitas que apenas sabían escribir su nombre sobre un pedazo de papel.
¡Qué fácil se antoja la literatura, para quienes la ejercen, cuando la espada de Damocles que sueltan sobre dos diminutas cabezas no son las de sus hijos queridos!
Nadie les preguntó. No se molestaron en adivinar el por qué, y si realmente habían sido ellos, y qué turbio sentimiento les había llevado a cometer aquella atrocidad.
No. Ellos fueron la excusa perfecta. La coartada ideal con la que enmascarar el odio, llevado a la máxima expresión, entre dos familias, entre seres humanos (algo por desgracia tan de moda en estos días).
La única visión a la que tuvieron derecho fue la de un dedo pulgar apuntando hacia abajo. Les arrancaron de su familia – curiosa palabra de extraño significado y carente de sentido en ciertas latitudes- sin tiempo para despedirse. Les quitaron de un plumazo sus sueños –algo a lo que siempre tendrán derecho-, su identidad, su pasado.
Menos mal que pudieron, gracias a Dios –hay veces que hasta creo en él-, dejarlo todo, aquel atardecer en el que tuvieron que escapar apresuradamente de la ira contenida, de la sed de venganza y de su muerte segura.
Debemos analizar con detenimiento nuestras conciencias y descubrir si somos acreedores de un billete de primera clase para el descanso eterno o si por el contrario hemos desperdiciado los quince minutos de gloria a los que en principio todos tenemos derecho, en oscuras y siniestras estrategias para fastidiar (por no decir otra cosa que lo definiría mucho mejor) a nuestro prójimo.
Porque, ¿Cuántos de nosotros, como alguien gritaba con voz desgarrada, no hemos querido en algún momento de mayor o menor excitación, matar a nuestro padre para saciar nuestros más bajos instintos?
La verdad es que beber el elixir de la ira de la fuente prohibida -“aquel que esté libre de culpa que arroje la primera piedra”- siempre nos atrajo con locura.
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