Bomberos
Una Vida entre Llamaradas
“He aquí la trilogía de mis virtudes: Disciplina – Abnegación – Heroísmo”
Así reza el cartel que da la bienvenida al parque de bomberos.
Es difícil entender su significado hasta que en medio de la paz y la tranquilidad de la noche, del sueño, para la mayoría, plácido, profundo, reparador; ruge la sirena maldita que indica el comienzo de la acción. La adrenalina corre por las venas cuando se oye su aullido ensordecedor. Uuuuuaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhh. Se mete hasta en los huesos, atravesando el tímpano y todo aquello que se ponga por delante. En ese instante, sólo una palabra resuena en las mentes de cada uno de los que allí viven: Fuego. Fuego. Fuego.
El fuego. Su belleza es sólo comparable a su capacidad devastadora. Todos nos hemos sentido extrañamente fascinados por esa fuerza que destruye -y paradójicamente también permite que la vida exista- en algún momento de nuestra existencia. Recuerdo que de niño todos mis amigos, de mayores, querían ser bomberos. Jugaban y jugaban a rescatar victimas de gigantescos incendios. A sacar con vida a madres con sus hijos de entre las llamas. Hay algo de él que seduce, que hipnotiza. Curiosa fascinación. Embeleso de bombero.
Uno no llega ni siquiera imaginar su poder asolador y su hermosura exterminadora, hasta que se siente en la piel de uno de estos hombres y se ve metido de lleno en medio de la bestia.
Humo caliente que todo lo cubre. La visibilidad se reduce. Se hace la noche. Densa noche de vapores incandescentes y negros, muy negros. El calor intenso del ambiente te absorbe, te sobrepasa. Y va empapando las escasas protecciones individuales del bombero que se llenan sin remedio de calorías, segundo a segundo, llama a llama, hasta el momento crítico de máxima saturación en que comienzan a desprenderse y nuestro pobre héroe particular, que se asa como una chuleta en la parrilla de una fiesta playera, recibe brutalmente esa energía que ya nada ni nadie puede detener. El miedo le va ganando y debe controlarse para evitar el pánico que le llevaría a quitarse la careta del equipo de aire que supone la delgada línea que separa la vida de la muerte. Allá, en la densa oscuridad de ese infierno descontrolado, el aire fresco de los tanques de oxígeno es la única forma de refrigerar un poco el gaznate y de sentir algo de alivio en forma de bocanada reparadora.
La chaqueta cada vez pesa más y se pega sin remedio al cuerpo empapado -aquí uno entiende lo que puede ser, en su más cruda definición, eso de meterse a la ducha vestido- por el sudor.. El aliento comienza faltar. El ritmo cardiaco de acelera. Las pulsaciones se disparan. Pum, pum, pum. Parece como si el pobre corazón se fuera a salir del pecho, sin remedio. Sólo es útil el auto-convencimiento y el saber que la disciplina, el entrenamiento y el compañero te cubre las espaldas en caso de que la cosa se complique en exceso.
La gran familia
En la gran familia todo es calma, camaradería y “buen rollo” mientras se está en la tranquilidad del parque. Tras el sirenazo, todo cambia. Se pasa de cero a cien en menos de un segundo. Carreras, agitación, cuerpos bajando por la cucaña a la velocidad del rayo. En menos de quince segundos la dotación de hombres de cada camión ya esta vestida y dentro de la cabina preguntando hacia dónde van esta vez. Tres minutos más tarde, en cualquier rincón de la ciudad. Increíble.
Es como una droga. La acción. Adrenalina corriendo por las venas a la velocidad del rayo. A ninguno de ellos les gustaría hacer otra cosa, desempeñar otro trabajo. A cada salida bajan todos raudos para apuntarse a la “excursión”. Acción directa en vena.
La familia, la real, nunca se entera de la gravedad de los siniestros hasta que estos han pasado. Es un pacto de silencio entre caballeros. Nunca se habla de los riesgos, de los miedos, de la muerte. Cada uno lo guarda para sí. Para las horas de meditación en el parque. Para los instantes antes de conciliar del sueño. Entonces, cada uno se enfrenta a sus más profundos fantasmas. Recuerda aquel siniestro que les marcó. Esa actuación especial en las que los riesgos sobrepasaron la línea de lo “demasiado”. Esa que hizo que se replantearan muchas cosas y les acompañará el resto de sus días.
Y todos coinciden en lo mismo. Las situaciones en las que las victimas fueron niños marcan más de lo estrictamente necesario. Ahí cada quien recuerda el rostro de sus propios hijos cuando recupera sin vida el cuerpo de algún pequeño. Todavía hoy, después de mucho tiempo transcurrido, se les humedecen los ojos y les tiembla la voz al recordarlo. Las víctimas no son solo eso. Aquellos que se quedaron en el camino siguen apareciéndose en los sueños. Cada noche.
Los recuerdos, la experiencia, las pesadillas. Eso les mantiene vigilantes, alerta… vivos.
Y llega el fin de semana. Las fatídicas horas del cóctel mortal. Noche, copas, fiesta sin control, coche. La verdad es que es un combinado demasiado peligroso. Hierros retorcidos en la cuneta. Sueños atrapados bajo la luna destrozada del frío automóvil. Cuerpos agitándose entre gritos, sangrando, llorando… inmóviles. Es curioso observar a lo que se reduce la vida humana. Un mísero pedazo de carne tirado en el suelo gris. Sin aliento, sin alma. Ahí si que todos somos iguales. Sin beneficios, sin privilegios… menos mal. Y en medio de todo eso, en medio de los hierros carceleros, del charco de gasolina, en medio del peligro, los bomberos intentan rescatar un soplo de vida de aquella situación. Ahora, después de compartir salidas con estos aguerridos hombres, conduzco más tranquilo por las carreteras de nuestra región, sabiendo que en caso de mala suerte, de pura estadística o de despiste o imprudencia, ahí estarán prestos para darme un soplo de esperanza, tenderme una mano amiga y sacarme cueste lo que cueste de la fría cárcel en forma de coche destrozado.
Aunque no todo son llamas y acciones espectaculares en el trabajo cotidiano. Las salidas cubren un abanico inmenso: vecinos que cerraron la puerta de casa dejándose las llaves dentro, retirada de árboles caídos en medio de la calle, inundaciones, limpieza de materiales arrancados por el viento, ayuda de ciudadanos en apuros, y un largo etcétera más… La verdad es que no tienen demasiado tiempo para aburrirse. Más de tres mil salidas al año en el parque de Santander, nos da una idea clara del movimiento diario de uno de estos parques.
Y la vida sigue
Y la vida sigue. Y los fuegos se extinguen, solos. Con el tiempo, como todo. Aunque otros muchos, en el lugar y en el momento más inesperado, comienzan su carrera de devastación y muerte. El destino, ese al que tantas veces mentamos, es a la postre el que resuelve lo que acontece a cada rato. Él decide el cuándo, el cómo y el dónde. Ahí, en ese asunto, los pobres mortales no tenemos nada que opinar. Somos un cero a la izquierda. Lo que sí podemos es estar preparados para cualquier acontecimiento, para cualquier imprevisto. Es entonces cuando la prevención y la preparación adquieren gran importancia. Y eso lo saben perfectamente estos hombres que viven atentos a una llamada de urgencia. Para eso les pagan. Para estar listos y dispuestos ante cualquier desgracia. Prevenir vale más que curar y lamentar.
Ahora, al escuchar la sirena del gran camión rojo y luces anaranjadas en la lejanía de la ciudad, se me hace presente la trilogía de sus virtudes. Sólo espero que tengan un buen trabajo. Que disfruten de él y que regresen al parque, todos, con una sonrisa esbozada en sus rostros. Dulces sueños. Sueño liviano de bombero.
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