Togo. El País de las Cataratas
Expedición Oftalmológica Fundación Cotero
Eran las cuatro y media de la madrugada del pasado día 3 de marzo, cuando partía de Santander un grupo de doce “locos”, con la sana, y para algunos incomprensible intención de llevar un poco de luz y esperanza a las gentes que habitan un país que normalmente no aparece en los telediarios de las tres. Un recóndito punto perdido en el corazón del África negra, y que la mayoría de nosotros no conseguía ubicar en los mapas.
Tras nueve largas horas de vuelo, aterrizábamos con los ochocientos kilos de material clínico, en el aeropuerto internacional de Lomé, la caótica y palpitante capital de Togo.
La aventura solamente acababa de comenzar.
Es tremendamente complicado expresar con palabras, a quienes nunca han sentido la imperiosa necesidad de ver con sus propios ojos lo que ocurre de verdad en el mundo real, los sentimientos que pueden mover a un selecto grupo de profesionales a abandonar la seguridad y el bienestar de sus casas de nuestro tranquilo primer mundo y llevarles a atravesar con toda la ilusión, los setecientos kilómetros de sabana, embutidos cual sardinas en una destartalada furgoneta, que nos separaban de nuestro destino final. Dapaong, una pequeña “ciudad” de cuarenta mil habitantes en el extremo norte del país, cerca de la frontera con Burkina Faso, en la que se iba a pasar consulta y operar de diferentes dolencias oculares -cataratas la mayoría-, trasladando por primera vez a un país del África subsahariana la ultima tecnología en materia oftalmológica.
Trece horas de baches, de controles de policía (doce llegamos a contabilizar), de incertidumbre, de calor (recuerdo aquellos 68 grados que marcaba el termómetro de José Norberto a sus pies)…
El impacto al llegar al hospital fue tremendo. La porquería, los enfermos con sus familiares y animales se hacinaban por todos lados y coexistían en aparente armonía. El intenso y penetrante olor de la enfermedad y el sufrimiento invadían sin compasión las destartaladas dependencias. Palabras como meningitis, paludismo, lepra, malaria, tuberculosis, SIDA (no hay que olvidar que aproximadamente el 85% de la población es portadora del VIH), la mayoría de las veces tabú y asociadas a nuestras más profundas pesadillas, adquirían un nuevo significado, desconocido hasta la fecha. Teníamos ante nosotros los rostros castigados por un entorno hostil, que “miraban” atónitos y con esperanza a los todopoderosos “batules” (blancos, en el idioma Moba) vestidos con extraños ropajes azules y venidos del otro lado del mar.
Largas colas de enfermos se agolpaban día tras día frente a la improvisada consulta. Las maratonianas jornadas de trabajo comenzaban muy temprano, prácticamente con los primeros rayos de sol y se prolongaban sin descanso hasta el anochecer. Ni siquiera había tiempo para el almuerzo. Los pacientes pasaban uno tras otro por los diferentes puntos de la perfectamente estudiada cadena clínica. Mientras uno de los grupos diagnosticaba las patologías y decidía a que sección derivarlas -óptica, cirugía, etc… – el otro operaba sin cesar, los maltrechos ojos reconocidos el día anterior.
Intentar explicar, y resumir en apenas dos folios, las fuertes emociones sentidas en los diez días de duro trabajo de estos románticos de la medicina, es una tarea arduo complicada. Hoy, desde la tranquilidad que otorga la lejanía y el paso del tiempo, solamente acierto a recordar los intensos momentos vividos por el grupo en aquel precario hospital perdido en medio de la sabana. Las diestras manos de los cirujanos, José Norberto y Ernesto, operando cataratas como piedras, en aquel quirófano lleno de porquería y en el que sin previo aviso se iba la luz. El delatador brillo (el de la felicidad que otorga el sentirse útil y necesitado) en los preciosos ojos de las chicas de la expedición Loli, Gema y Eva, mientras atendían a aquellos enfermos venidos a pie y sin apenas comida ni bebida, desde todos los rincones de la geografía togolesa, soportando los rigores de una climatología que ponía a prueba los límites de la condición humana, y que ahora pasaban la noche apostados frente a la improvisada consulta.
Los lloros de Daniel, aquel niño ciego de dos años y apenas cuatro kilos de peso, que tenia el hígado inflamado por el paludismo y vete a saber cuantas cosas más y que Martín consiguió anestesiar, no sin grandes riesgos, con las drogas que obtuvo trapicheando con los enfermeros del hospital, aquella mañana en la que celebraba su cuarenta y dos cumpleaños alejado unos 5000 Km. de sus seres queridos. Todavía, cuando cierro los ojos, le puedo ver agachado al lado de la camilla acariciando aquella diminuta mano dormida y que sin saberlo probablemente había pasado el trance más complicado de su corta vida.
La sonrisa que se dibujaba en las caras de aquellos a los que Javier hacía felices simplemente con unas gafas de sol. El intenso trabajo en la consulta y en el quirófano de Enrique y Andrés (quien se hizo un experto en lengua Moba), entre malos olores, calor y pies descalzos.
Las nubes de polvo que levantaba el Armatán, el viento del desierto, y que erosionaba sin piedad las retinas de los que deambulaban día y noche como zombies (hay que tener en cuenta que el vudú es originario de estas latitudes) por los márgenes de aquellas pistas repletas de piedras y socavones. Los gritos de los enfermos que operaban en el quirófano contiguo sin apenas anestesia. La alegría en la mirada de los 102 operados de cataratas cuando vieron, por primera vez desde hacía mucho tiempo, mover la mano de aquel extraño personaje ataviado con gorro, mascarilla y guantes, y que parecía venido de otro planeta. Los complicados nombres, que ahora abarrotaban las listas, de los cientos y cientos de pacientes a los que se había atendido de sus dolencias oculares…
En un mundo loco, en el que la hipoteca del chalet de la playa, el omnipresente fútbol, los teléfonos móviles y sus horteras melodías, los caros coches de diseño y los cutre programas de la tele han pasado a ser nuestra única preocupación, todavía hay gracias a Dios (allí en donde quiera que esté), personas como estas con las que compartí estancia y experiencias en Togo, que entienden el significado de palabras, tan manidas en estos tiempos por los políticos y las grandes cadenas de televisión, como solidaridad, compromiso y rigor. Personas en un principio anónimas para el resto de los mortales pero que habían adquirido un nuevo valor para aquellos a los que habían confortado en su enfermedad y dolor. Personas comprometidas que se habían metido de lleno en la ciénaga de la desgracia africana y que estaban viendo en primera persona y sin distorsiones el sufrimiento de un continente que se muere, ante nuestra impasible mirada, sin solución.
Dejémonos ya de una vez de pamplinas y de histerias colectivas, de vacas locas, de la fiebre aftosa y de absurdas psicosis por el estilo que lo único que hacen es enmascarar siniestras maniobras empresariales y empecemos a preocuparnos de las cosas que realmente tienen importancia de verdad.
Porque como decía aquel sabio en alguno de sus escritos, el movimiento se demuestra andando. Y estos de los que aquí hablo, han recorrido un largo camino que creo nunca podrán olvidar.
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