The Jail
Presos de su Pasado
Y allí me encontraba yo, a las puertas de una de esas cárceles de las que tanto había oído hablar, acompañando a un maravilloso padrecito medio “zumbado” que me llevaba escondidas las cámaras bajo su sotana, y haciéndome pasar por -nunca imaginé que la “vocación” me llegaría de sopetón, y mucho menos que hiciese mis votos y estuviese listo para realizar los sagrados sacramentos en dos minutos- sacerdote para poder entrar.
Paredes de cemento, torres de vigilancia, akas cuarenta y siete, alambre de espino, uniformes armados, miradas recelosas… un submundo dentro de otro… lo dicho, de película.
Volviendo al “padresito”. Ángel. Sesenta y nueve años. Diecisiete operaciones en su maltratado cuerpo. Ahora, después del último susto que casi le lleva a ver a su jefe, se ayudaba de su inseparable muleta y apretaba en su mano paralizada una pelotita roja en forma de corazón. Taitantos años en el tercer mundo habiendo visto -y padecido-guerras, huracanes, terremotos… hambre. Estaba como un bendito grillo. Él fue quien me introdujo en aquel desconocido territorio en el que era, como aseveraba con risa burlona, el jefe. Y no se equivocaba. No todo el mundo puede presumir de haber consumido todos y cada uno de los días de veinte largos años trabajando para los más pobres en un penal de esas características.
Las presentaciones: aquí el padre Antonio. Imagino los comentarios. Que qué joven y qué raro todo lleno de pulseras y collares pero, la vocación llama de repente y a cualquiera de los hijos de dios, no?… esa era mi mala excusa y perfecta coartada. En fin, volvamos al asunto que nos ocupa.
Dos mil doscientos reclusos –todos inocentes, claro- unidos por un mal común. La cárcel. Y qué cárcel!
En una celda de apenas doce metros cuadrados, convivían quince “no culpables” llenos de tatuajes, cicatrices y rencor. Un agujero practicado en el suelo era la única escapatoria para sus sueños de libertad y para algún que otro fluido de desecho. El olor insoportable. Los bichitos y las enfermedades campaban a sus anchas dentro de aquel planeta de marginación de cuatro por tres. Un minúsculo orificio enrejado en la pared era el solitario y anhelado contacto con la naturaleza exterior. Aunque siempre era la misma jodida naturaleza a observar. Día tras día, año tras año. No debe de haber demasiados alicientes para alguien que pasa la dura condena de sus días en semejantes circunstancias. Lo único que queda es pensar en alguna que otra maldad o en doparse con cualquier sustancia para hacer más ameno y menos áspero el lento paso del tiempo. Droga dura. Eso era exactamente el penal. No apta para los más débiles. Allí, eres buen nadador o te lleva la corriente y te comen los tiburones. Y en aquel lugar no había otra cosa que tiburones. Y qué tiburones!
Los jóvenes en un lugar. Pandilleros, asesinos, violadores o una suma de los tres, que era lo más habitual. Cuerpos tatuados, miradas recelosas, reggae panameño a todo volumen, pactos de silencio. Allí no hay chivatos. Las deudas se saldan en silencio. Bajo el frío filo de la “cutacha”. Tampoco hay perdón para los que traicionan o simplemente te miran mal.
Los ancianos y lisiados en otro lugar. Apartados. Como en cualquier otra sociedad. A ellos nadie los quiere. Son los olvidados. Olvidados por sus familias, por la sociedad, por la patria por la que no hace tanto tiempo derramaron su sangre, por ese dios que tanto mencionan… por la vida.
Herdosian. No puedo calcular su edad. Ni él creo que la sepa. Demasiados años enjaulado por un crimen que ni siquiera recuerda cual fue. Le faltaba una pierna. Se pasaba todo el día tumbado en un jergón incrustado en una fría esquina de la galería cinco. Llevaba rodeándole los riñones, una vieja camisa raída que le hacía las veces de vendaje, sujetando un viejo y anti antiséptico papel de periódico que impedía que se le escaparan los intestinos por un boquete purulento practicado en un costado. No tenía familia que le reclamara ni un mísero agujero en el que caerse muerto fuera de aquel terrible lugar. Doble condena.
Santos. Ex oficial de policía. Había sido en otra época, escolta de los peces gordos de la capital. Llevaba seis años recluido y le quedaban otros nueve. Una oscura noche estaba cambiando la rueda de su camioneta, cuando un chaval, bajo los efectos de las drogas y el alcohol, le comenzó a apalear para intentar robarle. Tres segundos. Cuatro disparos con su arma reglamentaria. Quince años de condena. Él dice que fue en defensa propia. No lo dudo. Lo dicho, aquí no hay culpables.
Tenía cara de buena persona, conversación amena y la sonrisa siempre dibujada en su rostro. Siempre, excepto cuando hablaba de su familia. De su mujer y sus cuatro hijos. A uno de ellos, la de seis años –hagan ustedes mismos las cuentas, no es complicado- ni siquiera la había podido conocer.
Era un privilegiado. Ahora tenía un bonito “apartamento” sólo para él. Sería demasiado goloso y tentador para el resto de reclusos dormir con uno a los que tanto habían temido y de los que tanto habían intentado huir durante años. Asesinato ponía en su expediente. El número 739/99, como repetía una y otra vez.
Pásame la cantimplora!
Oí gritar nada más llegar a la oscura, maloliente y temida galería dos.
Y la cantimplora era un chaval delgadito, de escasos veinte años, ademanes exagerados y rostro femeninamente aniñado. Desempeñaba una función demasiado importante en aquel lugar como para pasar –o que le dejaran pasar- desapercibido. Era el buscado e improvisado recipiente de los desechos del amor y la pasión de la tropa de los rostros sin pasado de la maldita dos. Siempre la misma rutina. Cada día. Hasta que estuviera lleno de amor. Hasta que rebosara.
Y parecía que le gustaba! Así se sentía importante y necesario. Querido en cierta manera. Y eso es demasiado goloso como para dejarlo pasar. Aunque sólo fuera por una vez en la vida.
Dos. El guarismo maldito en aquel lugar. El número al que nadie le gustaba jugar. Sólo nombrarle ponía los pelos de punta. Era lo más parecido a una caída libre en barrena y sin paracaídas a los infiernos. Al otro lado de los gruesos barrotes que delimitaban su acceso no entraban ni los guardias. Era territorio prohibido. Camino de posible no retorno. Para cualquiera, claro, excepto para la manida y escandalosa cantimplora.
(…)
Muchos rostros, numerosos recuerdos, incontables sensaciones, demasiadas miradas con las que soñar, excesivos nombres a recordar. El Matacaña, el salvadoreño, el Mudo, la Lorena… todos con un cuento de “inocencia” similar. Demasiadas historias que contar. Tienen tiempo? Les gusta leer a cerca de las miserias ajenas? Entonces prosigamos. Aquí otra cosa no, pero miserias, las tenemos de todos los tamaños y colores. Pero creo que simplemente con enumerar apodos no se consigue nada. No es lo más importante, por lo meno para mí. Después de todo, los moradores de este y otros muchos corredores similares repartidos por este diminuto e insignificante astro, seguirán pudriéndose en el más absoluto de los anonimatos, el olvido y la miseria.
Se acabó. Ahora, como siempre, sólo me queda el final. El duro final con el que concluir este breve relato. Pero esta vez no se me ocurre nada. Nada diferente dentro de lo mismo. Siempre acabo hablando de las mismas cosas. Criticando las mismas vainas, las mismas actitudes, los mismos fantasmas. Ya me empieza a cansar contar los entresijos de mi pasión. Así que por esta vez, concluyan ustedes esta historia a su gusto. Sólo espero que les haya gustado y que consigan encontrar una buena moraleja que les sirva para sus vidas. Para sus preciosas vidas dentro de la más maravillosa libertad.
Buenas noches.
Que descansen y sueñen con los angelitos…
Ustedes que pueden.