Regreso al País de las Cataratas
Expedición Togo 2004
…Y parece ayer cuando partíamos hace ya más de un año, con el miedo que produce lo desconocido metido en el cuerpo, hacia Dapaong, esa remota “ciudad” perdida en el rincón más inmundo de un país que ni siquiera pensáramos se encontrara en los mapas…
Recuerdo con gran cariño aquella expedición de 2003 plena de energía – y de pesados baúles llenos de raros artefactos- que planeaba hacer una pequeña incursión en Togo e iniciar una guerra de guerrillas contra toda dolencia –tracoma sobre todo- ocular, y que se tradujo con el paso del tiempo y la importantísima e imprescindible aportación económica de algunos nuevos amigos (Rotary Club Elda-Vinalopó, Ayuntamiento de Elda, Fundación Rotary Internacional, Diputación de Alicante), en un gran desembarco –invasión total sería más acertado- en toda regla. En la guerra abierta contra la ceguera, las dolencias de las articulaciones y las enfermedades de los más desfavorecidos.
Operar cataratas con las más novedosas técnicas en precarios quirófanos llenos de porquería en medio de la sabana, pan comido, ya lo habíamos hecho. Pasar consulta a más de trescientos pacientes en una jornada, en una habitación de apenas cinco metros cuadrados plena de desconchones y a más de cuarenta grados de temperatura, también. Entonces –tener ilusión es fundamental en la vida-, ¿por qué no montar un gran tinglado en medio –y eso les juro que es la definición más exacta de su ubicación- de la nada? ¿Por qué no intentar acabar con el tracoma en esta zona de la sabana?¿Por qué no operar a pequeños de sus secuelas de la odiosa polio con la tecnología de nuestro querido, a veces, primer mundo? ¿O pasar consulta e intentar aliviar a criaturitas cuyo menor problema era la malnutrición?
¿A qué mente “perversa” y soñadora –Pepe sabe a quién me refiero- se le había podido ocurrir un plan tan ambicioso como arriesgado?
Tropecientos kilos de frágil y costosísimo material quirúrgico y oftalmológico enviados con premura -y gran trabajo- en un gran contenedor de cuarenta pies –¡no quiero ni pensar la cantidad de metros que pueden ser!-, desembarcaron con más de un mes de antelación –la burocracia en el tercer mundo es algo tan habitual como surrealista- en el puerto de Lomé, la bulliciosa capital del Togo. A partir de ahí setecientos kilómetros de dura y extenuante peregrinación por caminos de película de indios y vaqueros, salpicados de peligrosos y sucesivos reventones de ruedas sin dibujo, calor, deshidratación y picaduras de mosquitos, hasta su destino final. Nuestra casa –y sé que hablo en nombre de todos y cada uno de los que allí estuvimos –. Dapaong. Una pequeña ciudad en la zona más castigada, deprimida y abandonada del norte de este olvidado reino.
No se pueden hacer ni la más mínima idea de lo difícil que puede llegar a ser trabajar en un mecano de tales dimensiones bajo unas condiciones climatológicas tan desfavorables –los treinta y cinco grados de las “frescas” noches eran una bendición para el cuerpo- y en un lugar en el que la enfermedad –el SIDA, sobre todo, y demás colegas- y la muerte se sientan a la mesa de la miseria como cualquier otro miembro de la familia.
La gran invasión
Un perfectamente compenetrado batallón –de locos, dirían muchos- compuesto por lo más granado de la medicina actual, venido de todos los rincones de la geografía alicantina y murciana, iba tomando posiciones sobre el terreno. Todos unidos por un fin común y “liados” –extraña y loable iniciativa en estos días de egoísmo atroz- y coordinados por el Doctor Vélez.
La brigada “Oftalmos” y su regimiento de colirios, cada mañana hacia un nuevo destino de impronunciable nombre. Los “traumas”, ataviados con su inconfundible y reglamentario uniforme azul de cirugía. Y nuestro pediatra particular con la cara expectante ante las “rara avis” que disfrutaría en la jornada, iban penetrando las líneas enemigas y erradicando no importa qué patología, una tras otra, sin cesar. Las batallas se sucedían sin descanso –encontrar tiempo para almorzar era un lujo que no se podían permitir – en jornadas dulcemente maratonianas. Al final de cada día el parte de bajas: los caídos siempre del lado de la enfermedad.
Cataratas congénitas, pterigiums, parásitos varios, desprendimientos de retina, tracoma; deformidades de rodilla y pie por polio, retracciones en manos, secuelas de quemaduras e infecciones, ulceras de todo tipo; malnutrición, malaria, meningitis, sida y demás familia…, una gran ensalada aliñada con todos los condimentos posibles e imaginables. Los daños causados en los maltrechos cuerpos de los habitantes de estas tierras eran de película de ciencia-ficción. Aquellos ejemplos que ilustraban los extensos tratados de medicina como casos extremos y singulares eran moneda de lo más corriente y habitual. Cada nuevo día superaba con creces a los anteriores. El más difícil todavía, el triple –o cuádruple- salto mortal. Como bienvenida, para abrir boca y sin dejar tiempo para desembalar los útiles de trabajo, el enjuto cuerpo de Kolani, un chaval que se había quedado tetraplégico, en uno de esos claros y tan habituales por estos parajes ejemplos de mala suerte –Murphy también debía ser africano-, cuando se cayo intentando coger fruta de un mango, y que ahora tenía en sus caderas unas úlceras abiertas en las que sin problema –si es que hubiera el coraje suficiente- podríamos meter nuestro puño.
O aquellos dos hermanos, de nueve y trece años, ciegos de nacimiento, que arrastraban su sufrimiento agarrados de la mano, que se reconocían por su olor, y que se intentaban reconfortar en su condena cotidiana y perpetua.
A partir de ahí todo lo que deseen y se les pueda ocurrir. Padres, madres, niños, hermanos, abuelos, abuelas… Lisiados y más lisiados. Ciegos y más ciegos. Regimientos completos armados únicamente con su inconfundible bastón de madera, avanzaban torpemente por el yermo y pedregoso suelo. Autistas, indefensos, con miedo. Escuchando, y oyendo –algo que a nosotros parece que se nos ha olvidado-, el sonido de la vida. Cientos, miles de personas que no podían ver –precioso verbo-, por una tara de fácil solución, la dura realidad en la que les había tocado vivir.
¿Son atrevidos y aventureros? ¿Les gustan las nuevas experiencias?
Les propongo un sencillo y “divertido” juego.
Prueben a cerrar los ojos y a experimentar ser ciegos por un solo día, por unos minutos.
Simplemente echen un vistazo a su cuaderno de bitácora e imagínense cuando eran niños. ¿Demasiado lejos?
Acuérdense cuando jugaban a oscuritas el día del cumpleaños de aquella preciosa vecinita del tercero que tanto les quitaba el sueño. Resuciten del letargo de su memoria aquella oscuridad que lo invadía todo. Aquel extraño sentimiento. Sientan de nuevo el vacío. El negro. La nada.
¡Hagan juego señoras y señores! ¡Hagan juego!
Y atrévanse a ensayar con nuevas e ingratas sensaciones.
Intenten pasar unos instantes sin ver nada, absolutamente nada; ni siquiera el brillo, el resplandor de la claridad de la vida exterior a través de la luz que se filtra, como una esquiva gota de agua entre las manos, al otro lado de los párpados, e intenten comportarse y llevar una vida normal…
Eso es exactamente lo que deben hacer para poder entender esa dura realidad que se extiende más al sur, por debajo de esa poderosa e infranqueable frontera de arena que es el Sahara, ante la impasible mirada de nuestros descansados ojos.
Aventúrense a bajar el delicado telón que soporta las pestañas, y llegará la noche. De repente, la más absoluta oscuridad lo cubrirá todo por completo.
Ver, mirar, observar. Verbos ya sin sentido.
Los ojos, pasan a ser una simple palabra carente de utilidad y significado en nuestro diccionario. Un mero significante.
Ya no existen los colores de la naturaleza: el azul intenso del mar tras la tormenta, el verde húmedo de los campos en primavera, el anaranjado de las llamas de la hoguera, el rojo de la sangre fresca.
La totalidad de las cosas pasan a un segundo plano y se ven supeditadas a la nueva realidad; la gran cadena perpetua, la ceguera.
¡Abran los ojos!
¿Entienden ahora a que me refiero?
Disfruten de ello, ustedes que pueden.
(…)
Cazador blanco, corazón negro
Hoy, ¡quién nos lo iba a decir!, transcurridos cuatrocientos veinte largos días con sus cuatrocientas veinte noches de esa nuestra peregrinación inicial por tierras del Golfo de Guinea, ya estamos de vuelta, y con todos los objetivos cumplidos, de nuestra segunda “excursión”. El subconsciente me traiciona a cada rato. Parece ayer el instante en el que vi sonreír a Tandjoare, de nueve años y quince kilos, con su gran chupa-chups de fresa en la boca, al salir de la anestesia de una operación que le podía haber costado la vida. La sonrisa de agradecimiento de aquella preciosa niñita que con un simple “pelotazo” de antibiótico evitaría perder la vista por el jodido tracoma. La sombra, triste y dura, sentado en aquella vieja silla, del niño olvidado y su ceguera. La alegría en las miradas cómplices de los más de dos mil pacientes atendidos en nuestro dulce peregrinar, las blancas e inmaculadas escayolas que sujetaban las famélicas extremidades de la treintena de pequeños operados… y muchas otras cosas más que me sería imposible reflejar con este humilde negro sobre blanco.
Y ¡cómo no!, El reluciente brillo en los rostros –ese que otorga la felicidad- de nuestros héroes ya no tan, por lo menos para las gentes que habitan aquel rincón del planeta, anónimos: Pepe, Pablo, Javi, Miguel, Sali, Chelo, Fuensanta, Concha, Fermín y Dante, al finalizar el trabajo bien hecho. Todos y cada uno de ellos han cruzado en algún momento de este –u otro- viaje, la delgada línea, la extraña puerta, esa casi imperceptible frontera, que separa los sueños de la realidad. Han osado querer ver –algo con lo que sueño demasiadas noches- su propio entierro desde un pequeño agujerito practicado en una nube. Han sucumbido al rito, al embrujo, a la metamorfosis. A su metamorfosis. A esa nueva metamorfosis que les acompañará el resto de sus vidas: la de ser un cazador blanco con el corazón negro.