Nicaragua
El Otro Parque Temático (I)
Una cálida y soleada mañana del mes de julio, me desperté con la sana intención de pasar unas largas vacaciones conociendo uno de esos “tranquilos” lugares que tanto abundan en el mundo y que periódicamente nos muestra la televisión. Uno de esos parques temáticos que proliferan como hongos por nuestras costas y que son el paraíso de los niños y el paradigma de la diversión. Uno de esos parajes que anhelamos descubrir y en el que poder olvidar todos los grandes problemas que nos agobian en el día a día: cómo pagar la hipoteca del chalet de la playa, de qué color pintar las paredes del salón, la elección del coche nuevo para salir de paseo los domingos, o qué cutre melodía ponerle al dichoso teléfono móvil con vibrador…
De repente, y tras un cúmulo de casualidades, me vi montado en un avión de Iberia con destino a un recóndito país de Centroamérica. Nicaragua, un pequeño y precioso punto negro perdido en los mapas y asolado a lo largo de su historia más reciente por grandes desastres naturales, fratricidas guerras civiles y todo tipo de calamidades.
Nicaragua es hoy por hoy (y ya desde hace demasiado tiempo) uno de esos grandes “parques temáticos” que tanto nos han promocionado en los telediarios de las tres. Es un bonito e impactante lugar en el que los niños son los grandes protagonistas de la mayoría de las atracciones. Se les puede observar limpiando botas en las polvorientas calles de Managua, vendiendo en algún semáforo agua embolsada sacada de vete a saber qué lugar, pidiendo limosna en el mercado o simplemente tumbados en cualquier esquina esnifando pegamento…
10 de agosto de 2000.
18:00h. Por fin y tras catorce horas de vuelo aterrizamos en el aeropuerto de Managua. Mis maletas no aparecen. Alguien me espera para llevarme al “hotel” en el que pasaré mis 30 días de vacaciones: El Hogar Zacarías Guerra, uno de los muchos centros de acogida para niños marginales, en la mayoría de los casos sin familia y con graves problemas, que tanto abundan por la ciudad de Managua.
El hogar, actualmente en proceso de privatización, regido por religiosos Amigonianos y mantenido casi exclusivamente por las ayudas de la cooperación española (única solución posible de sobrevivir en una situación política y económica como la de Nicaragua), es lo más parecido a un oasis en medio del desierto. Es ese idílico enclave dentro de la vorágine del gran “parque temático” en el que los niños tienen cubiertas sus necesidades más básicas (algo realmente utópico en el exterior). Cosas aparentemente tan sencillas y lógicas para nosotros como puede ser comer tres veces al día, tener un techo bajo el que cobijarse de los tremendos aguaceros en la época de lluvias, poder ir al médico cuando uno está enfermo, aprender a leer y escribir. Un desconocido hasta la fecha lugar para ellos, en el que se les da una educación y se les enseña un oficio para que con ello consigan mejorar unas expectativas de futuro que en la mayoría de los casos pasarían por volver con el omnipresente bote de pegamento a dormir en algún semáforo, lejos de los machetazos y las pedradas de las pandillas, apartado de la marginalidad de las drogas, de los malos tratos sistemáticos, de los robos, de las calles, de la desolación…
Niños que desconocen que es eso de la playstation o las olimpiadas y sus preciosas y preciadas medallas. Chavales que en muchos casos nunca han salido del barrio en el que viven y que no pueden ir a la escuela más próxima porque tienen miedo de las pandillas rivales. Críos de sonrisa furtiva y mirada perdida que tienen que ir descalzos día tras día a vender a algún semáforo para conseguir la plata suficiente con la que comprar “guaro” sus padres para poderse emborrachar (allí el deporte nacional). Chicos faltos por completo de afecto y que lo que más necesitan (incluso por encima de sus grandes carencias de alimento, cobijo y educación) es sentirse queridos aunque sea por “cheles” venidos en avión del otro lado del charco. Aprender a disfrutar en la difícil vida que les ha tocado en el sorteo, poder situar en el mapa dónde se encuentra y qué animales hay en España o descubrir para qué servía la flecha roja de aquel artefacto desconocido hasta entonces llamado brújula. Cosas tan aparentemente sencillas como son construir arrugados y pintarrajeados aviones de papel que apenas volaban o tener a alguien cercano con quien poder jugar, reír o conversar.
Nicaragua es uno de esos países que tanto abundan por los continentes más subdesarrollados, en los que podemos poner nombres y apellidos a las realidades más dramáticas. Casos especialmente duros y narrados en primera persona con la mayor naturalidad por sus propios protagonistas que por fin habían encontrado en el centro un lugar en donde poder descansar. Infinidad de historias (una por cada chico que allí conocí) en un primer momento diferentes entre sí pero a la postre con un mismo denominador común. Relatos estremecedores como el de Francisco, un chaval de 14 años y triste mirada que solamente llevaba tres meses en el centro y ya era cuadro de honor. Su única preocupación era intentar sacar a su madre de la cárcel, presa por segunda vez por tráfico de drogas. Maltratado (él y sus hermanos actualmente separados en diferentes centros de acogida del país) durante toda su infancia por su padre que incluso intentó matarlo con un cuchillo. Padece grandes traumas y severas depresiones que le habían hecho incluso pensar en el suicidio, además de artrosis y graves problemas de aprendizaje (dislexia, coeficiente intelectual bajo, etc…) probablemente como consecuencia de su adicción (huelepega) y la de su madre a las drogas.
O la historia de Franklin, un niño de 9 años tremendamente hiperactivo y agresivo, de padre desconocido y madre prostituta que un día se escapó del centro psiquiátrico de Managua en el que estaba internada por graves trastornos y desapareció sin dejar rastro. Desde entonces él vive en el hogar junto con tres de sus hermanos y se pasa todo el santo día pensando en comer.
O la de Ángel, que había recibido malos tratos a lo largo de toda su infancia y que había tenido serios problemas con las pandillas (todavía se ve claramente en la cara la cicatriz del machetazo que le dio uno de sus vecinos y las marcas en la cabeza que me mostraba como consecuencia de las patadas que le habían propinado chicos de su misma edad para robarle).
O Vladimir que con 15 años es uno de los casos de más difícil inserción. Hijo de alcohólicos (su padre había muerto hacía poco), vivía desde siempre solo en la calle y pertenecía a una de las muchas pandillas que pululan por la ciudad. Tremendamente agresivo y con una evolución mínima en los dos años que llevaba en el centro, ya había estado en la cárcel por diferentes robos ( contaba cabizbajo y entre risas la vez que había dejado desnudo en la calle a un extranjero que no le había querido dar un peso en el mercado).
O la tristemente celebre y tan televisada historia de William, el niño de mirada ausente todavía hoy en periodo de adaptación (algunos recordarán aquel Informe Semanal en el que se hizo “famoso”), que vio desde el árbol al que le había atado su padre como la riada de lodo producida por el huracán Mitch se llevaba a toda su familia sin que pudiera hacer nada para remediarlo, y que nos dan muestra de la templanza y la capacidad de resignación ante el sufrimiento de unos niños que en la mayoría de los casos desconocen el sentido de palabras tan importantes como son reír o jugar.
Actualmente en el Hogar Zacarías Guerra viven 150 chavales en dos secciones claramente diferenciadas. Por un lado la de protección que acoge a niños que han sido abandonados por sus familias pero que todavía no han tenido un contacto directo con la dura realidad de la calle, y por el otro los que pertenecen al área de reeducación, chicos que prácticamente se han criado solos en los barrios de Managua y que plantean en principio unos problemas añadidos y de más compleja resolución.
Ciento cincuenta historias diferentes pero con un denominador común que se repite en todas ellas una y otra vez: malos tratos, abandono, graves carencias afectivas, drogadicción, alcoholismo, desintegración familiar, pandillas, robos, enfermedades, pobreza, hambre…
Todavía hoy, recuerdo con gran alegría y nostalgia las excursiones los domingos por la mañana con los chavales por los campos del hogar en busca de fruta, las largas conversaciones filosóficas sobre el sentido de la vida a la luz de la luna con el padre Rafael, o las odiseas pasadas con Ricardo y Vicente y la furgoneta más resistente en la que haya podido montar. Los paseos con Mónica por el mercado en busca de camisetas para los más pequeñajos, los escalofriantes relatos de niños resignados que confesaban que no tenían a nadie en este mundo o el para mi riquísimo gallopinto para desayunar, comer y cenar. Las preciosas canciones de mi amigo Julito y su inseparable guitarra, los pies descalzos de los chicos sobre la tierra mojada después de la tormenta o las carreras de los chavales mientras perseguían por el baño a aquel sapo salido del inodoro. La tranquilidad de las noches estrelladas solamente perturbadas por los extraños ruidos que producían los lagartos zampopos, los cánticos de las angelicales voces del coro en la misa de los domingos o la resolución de problemas de matemáticas en la hora de estudio después de cenar. Las lágrimas de Francisco en el momento de la despedida, los frenéticos bailes matutinos de los “chavalos” mientras limpiaban el modulo o las risas en las clandestinas noches de jolgorio y como decían ellos bacanal…
Simplemente con echar un vistazo y darnos una vuelta por cualquiera de las caóticas y abarrotadas calles sin asfaltar y llenas de porquería de Managua, repletas de niños semidesnudos que chapotean en los charcos, que piden limosna en los mercados o que comen, trabajan y duermen en los semáforos, nos damos cuenta de la realidad social, política y económica de este precioso país asolado cíclicamente por desastres naturales y que sobrevive en la mayor de las anarquías.
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