Liwa Mairin
El Triste Canto de la Mujer Sirena
Desde bien chiquito siempre me he sentido atraído por las historias de aventuras en lejanos mares tropicales. Mares de bellos tonos, plenos de matices, sorpresas y peligros. De misterios.
Por fin encontré lo que buscaba, en los cayos perdidos y olvidados. Al norte, muy al norte, cerca de la frontera con Honduras, en el Atlántico. En los dominios de los miskitos, los guardianes del abismo.
El mar en calma, de hermoso color esmeralda, como en mis sueños. Y allá en medio, como un espejismo surgido de la nada, una pequeña utopía de palafitos edificada sobre cimientos de necesidad y sufrimiento. Sobre preciosas y turbulentas aguas azotadas por tormentas y huracanes.
La frenética actividad diaria comenzaba temprano, muy temprano, en los cayos. A las cinco de la mañana, tras haber dormido sobre las húmedas y duras tablas de la casa flotante familiar, los héroes de las profundidades preparaban con minuciosidad su precario equipo de trabajo: una simple máscara antidiluviana, un tanque que con costo soportaba la presión del aire viciado que alojaba en su interior, unas aletas remendadas una y otra vez, y una varilla terminada en forma de gancho con la que entablar su personal lucha por la supervivencia.
Un escaso plato de arroz y frijoles, un cigarrito y al agua. Hasta dieciséis tanque diarios, diez horas a honduras de hasta 150 pies. Las leyes de la física y los límites de la condición humana acá no sirven. Y así 12 días sin descaso, sin pisar tierra firme y sin ver otra cosa que un inmenso horizonte azul. Todo por un escaso puñado de dólares -poco más de tres por cada libra de preciado tesoro en forma de langosta- con los que intentar sobrevivir, además de surtir de suculentos manjares las mesas de los ricos de otras latitudes más hacia el norte. Sin equipamiento, sin formación y sin derechos. El único que se les concede es el del cobro por crustáceo capturado. Si no vuelven con alguna esquiva presa sobre el desvencijado cayuco no se cobra, no se come.
Su lucha por la vida conlleva riesgos increíblemente altos. Desmesurada penitencia. La tristemente conocida regla de las tres D no perdona a quien osa traspasar la frontera. Las inmersiones son demasiado frecuentes, demasiado prolongadas y demasiado profundas. Eso significa exceso de accidentes. Regimientos de lisiados y enfermos en las calles y casas de puerto. El hospital, rebosante de enfermos por el mal de la corriente profunda a la espera de tratamiento en la única cámara de descompresión de la región. Su cementerio saturado de cruces de colores. Muertos y más muertos ahora en los brazos de la mujer pez.
Muchos, siguen buceando después de un incidente leve atiborrados de alcohol y marihuana con los que mitigar los dolores, el malestar y los mareos. Se deslizan sobre frágiles pangas al abrigo de la noche en busca de valor y poder en forma de piedra de crack. Truecan pescado o langosta por coraje con el que poder enfrentarse a la oscuridad abisal. Hay que seguir alimentando a la numerosa familia de alguna manera.
Allá en la fría oscuridad de los 200 pies, acecha cada jornada a los conquistadores de las praderas submarinas el espíritu del mar en forma de síndrome por descompresión. El mal de la sirena. Sus cantos, los de la Liwa Mairin, se escuchan en el gran azul, relataba sonriente Alex, el buzo con el que compartí increíbles inmersiones y pláticas a la luz de las estrellas. Ahí está y nos espera seductora para llevarnos al paraíso.