Al Sur de París
África. El Paraíso de los Corazones olvidados
El 16 de junio es, aunque para la mayoría de nosotros carezca de sentido, el día internacional del niño africano. Un día normal y corriente para los que habitamos en la algunas veces tranquila, cómoda y apacible Europa, pero que tiene un simbolismo especial para los que nunca han tenido nada -ni siquiera el triste pensamiento de saber que jamás lo han tenido-. Este reportaje es el retrato, en forma de pequeño homenaje, de cualquiera de los millones y millones de niños perdidos que habitan en el continente en el que un día, dicen surgió la vida, y que ahora, poco a poco, muere sin remedio.
Todos los días, el mundo -ese tan civilizado e inmerso en la aclamada y esperada, por algunos, globalización- pierde una cantidad exagerada de niños. Son demasiados -30500 por día, 11 millones al año- los menores que fallecen por causas que en gran medida son posibles de prevenir. Por factores que están en nuestras manos corregir.
Se mueren -por si todavía alguien no se había dado cuenta- por falta de alimentos, de medicamentos, de agua, de cariño, de amor. Fenecen, olvidados sin remedio, viendo pasar las interminables horas bajo la espesa sombra de un vetusto baobab, o jugando a espantar famélicos zopilotes –allí hasta ellos pasan hambre- en una colina cercana.
En al menos un distrito de Tanzania, actualmente el 80% de los niños nunca llegan a cumplir los cinco años edad, perecen en sus casas sin que nunca se les haya llevado a uno de esos hospitales en los que la anestesia, si es que la hay, viene con la aguja clavada en el frasco y la punta roma por el exceso de uso. Uno de esos dantescos dispensarios atestados de pacientes, en el que los enfermos, sentados en el mugriento suelo, deben apartar sus piernas para dejar paso a los enfermeros que portan sobre una desvencijada camilla, el enjuto cuerpo de una madre de apenas quince años, que acaba de perder al que iba a ser su segundo hijo, en una precaria cesárea a cara de perro…
Ser niño en las regiones del Africa que se extiende al sur del Sahara, es algo así como jugar a la ruleta rusa con el cargador repleto de balas en medio de un gran polvorín a punto de explotar.
Palabras, carentes en un principio de sentido para nuestros hijos, como desnutrición, malos tratos, esclavitud, prostitución, analfabetismo, enfermedad, guerra… son los habituales y aterradores compañeros de juegos de unos niños que no han tenido la oportunidad de ejercer como tales, y que se han visto abocados a intentar sobrevivir en un duro presente sin futuro. Críos que nunca han tenido (y para su desgracia tampoco tendrán) la oportunidad de hacer novillos durante la aburrida clase de matemáticas para ir a la pulpería que hay frente a la escuela a jugar Nintendo, ni verán en el cine la última entrega del intrépido James Bond y que por supuesto no han abierto, ni abrirán, bonitos regalos envueltos con papeles multicolores el día de Navidad…
El desconsuelo de las cifras
¿Qué se puede esperar – si es que todavía se puede esperar algo – de un mundo en el que las diferencias entre los países más desarrollados y los que luchan día a día en la miseria son tan abismales?
Las frías y en la mayoría de los casos maquilladas y confusas estadísticas –algo de lo que habitualmente huyo- nos dan en este caso una visión global, y nos aproximan a la verdadera magnitud de la catástrofe que se cierne sobre las cabezas de los que habitan más al sur.
Mientras el PNB per cápita de Luxemburgo es de algo más de 44500 dólares, en países como Togo, Burkina Faso o Benin, tres tristes ejemplos que forman parte del “selecto” club de los países menos adelantados, no llegan a los 300. Lugares en los que la esperanza media de vida no supera en ningún caso los cincuenta años, en los que con 150 dólares al año, sobrevive (o por lo menos lo intenta), una familia de nueve personas –siete de ellas niños, por supuesto -.
Paraísos perdidos en los que el sentido de la vida adquiere otras connotaciones desconocidas hasta el momento. Azotados sin piedad por, como allí denominan al SIDA, la enfermedad que hace perder peso – no hay que olvidar que es en este precioso y desconocido continente, en donde la tempestad del VIH azota con mayor ferocidad. Nos encontramos con la paradoja que en este vasto territorio en el que solamente habita el 10% de la población mundial, se concentra el 70% de los contagios, el 90% de los huérfanos por la enfermedad (allí a lo largo de 1999, unos 860000 niños perdieron a sus maestros a causa del SIDA) y donde ha muerto el 80% de las víctimas de la epidemia-. Arruinados por sangrientas guerras sin sentido que enmascaran, casi siempre, los turbios y suculentos negocios de los de nunca (actualmente en el mundo hay unos 50 conflictos armados de envergadura). Erosionados, sin piedad, por una climatología que pone a prueba los límites reales de la condición humana…
El poder de la inmunización
La insistencia de los medios de comunicación en amenizarnos cada sobremesa con el sufrimiento y la pérdida de vidas humanas, nos va turbando el instinto natural de prestar ayuda en tiempos de desastre. Solamente en ciertos casos de interés mediático, acertamos a mostrar la consternación y el espanto ante alguna de las muchas catástrofes que azotan a diario el planeta: terremotos como los de Turquía, huracanes como el tan televisado Mitch, sacuden de cuando en cuando nuestras aburguesadas conciencias y nos hacen recordar el sentido de palabras que ya creíamos olvidadas. Sin embargo, todos los días se produce el equivalente a un terremoto de grandes dimensiones que matara a 30000 niños, frente a lo que reaccionamos con asombroso mutismo. Esos niños mueren (para su desgracia, demasiado al sur de París) silenciosamente en algunas de las más empobrecidas aldeas del planeta, lejos de la mirada y la conciencia del mundo. Esas multitudes se extinguen, inermes y silenciosas en vida y más invisibles, aun si cabe, en la muerte.
Enfermedades fácilmente curables en nuestro primer mundo, acaban cada año, según datos publicados por UNICEF, con la vida de regimientos enteros de niños –en el Africa subsahariana principalmente-. La tos ferina sigue afectando a 40 millones de niños en los países subdesarrollados, aun cuando se dispone de una vacuna efectiva desde hace más de siete décadas. Todos los años, dos millones de criaturas mueren por las diarreas, 900.000 menores de cinco años por el sarampión, 200.000 por el tétanos, dos millones más por infecciones en las vías respiratorias, 1.000.000 por el paludismo y así, un demasiado largo y obviado por el primer mundo etcétera.
Mientras que esto ocurre ante nuestros imperturbables ojos, el en otros tiempos todopoderoso presidente de nuestra querida aldea global, Bill Clinton, gana 150.000 dólares por cada una de las aburridas y repetitivas conferencias que da en su “gira” europea.
¿Cuántos camiones de leche en polvo, o de arroz, o de trigo, o de vacunas contra la meningitis, o de vete a saber qué, se pueden llenar con ciento cincuenta mil cochinos dólares?
Africa on my mind
África es, para la mayoría de nosotros, ese lejano lugar en el que se sacrifican las vidas de millones de personas -la mayoría niños- y en la que otros muchos millones más, sobreviven -si es que lo consiguen- únicamente para sufrir el acoso de sus recuerdos. Es ese enclave, único y surrealista, en el que una cálida noche de luna llena, un hombre se te acerca mientras te tomas una cerveza sentado en uno de los singulares “bares” que hay en medio de la sabana, para pedirte el roñoso tapón de tu botella y ofrecerte, en un confuso francés, los servicios sexuales de su hija de once años, porque tienes cara de ser buena persona y estar “sano”. O acudes como invitado – mitad excitado, mitad desconcertado -, a una de esas fiestas, repleta de música, comida y “champa” (la cerveza local) que organizan por el entierro de otro joven muerto por la enfermedad en un poblado cercano. O en el que en medio de una polvorienta calle sin asfaltar, una preciosidad de morenos quince años, te ofrece un rato de placer a cambio de un puñado, ridículo para nuestros despilfarradores bolsillos, de francos. Latitudes en las que el sufrimiento forma parte del paisaje, donde las noches son oscuras de verdad, y los días parecen siempre el mismo.
Dicen, aquellos que han viajado mucho y conocen recónditos parajes, que el cielo africano es diferente y enamora al viajero de ojos abiertos y espíritu aventurero. El infierno, un lugar ya demasiado cotidiano para mi objetivo fotográfico y que allí puede que esté más cerca que en ningún otro lugar de la tierra, también.
En el corazón del Africa Negra, el estribillo de la canción que resuena en los tambores de la noche siempre es el mismo y se repite, una y otra vez, sin cesar:
Muere una madre. Muere un niño de corta edad. Muere otro niño.