Guggenheim
¿Por qué nos pasamos nuestra existencia, generación tras generación, intentando cambiar de una forma obsesiva todos los conceptos adquiridos a lo largo de nuestra propia experimentación?………..¿O es de la de otros?,………eso que más da.
De esta premisa básica nace el concepto del macromuseo del siglo XXI, nuestro Guggenheim. Las obras eclipsadas por la obra. El coloso de titanio edificado sobre las turbulentas aguas de un pasado glorioso. De ese pasado que el propio edificio nos recuerda cada vez que lo observamos, atónitos ante el futuro que nos acecha, sin darnos cuenta que lo que estamos pisando es ya pretérito, un sueño tantas y tantas veces construido a lo largo de la propia Historia, de nuestra historia.
De esa paradójica visión nacen estas imágenes de los instantes congelados, sacados de su propio contexto, aislados de su madre y clonados por misteriosos ojos de mujer. De esa mujer a la que la propia construcción ensalza, aquella con la que entabla su juego cómplice y a la que propone como paradigma de belleza. Esa idílica mujer ante la que todos sucumbimos. Con sus sinuosas curvas cual paredes que flirtean con el viento que intenta arrancarla de su apacible lecho, de su rincón secreto y olvidado.
La luz, que invade y baña todos los rincones de sus dependencias palaciegas, como si fuese ella en sí misma (esa de la que los fotógrafos se valen y fanáticamente adoran), el único arte posible y que tantas veces nos obligamos a enmascarar, resultante de la enajenación de unos dioses olvidados por su destino. Luz, esa palabra tan maravillosa que transforma los espacios, los tiempos y nuestras realidades más cotidianas, transportándonos del sueño a la realidad, del cielo a los infiernos, del orden más evidente al caos más absoluto, de la vida a la muerte.
Es en este punto en donde los haluros de plata adquieren su máxima expresión: la plasmación, delimitación y posterior rememoración de nuestra propia muerte. Embalsamados, amortajados, agasajados con las mayores riquezas y atributos de nuestros enemigos, ensalzados y admirados por nuestros esclavos, fruto de célebres invasiones e introducidos por unas fuerzas desconocidas en un gran mausoleo de arena, piedra o titanio, que nos desborda, para deleite de nuestros vástagos diseminados por toda la infrahistoria.
Es en ese crucial momento cuando nuestro más preciado legado pasa a ser propiedad de solo unos elegidos. Sin saber si sabrán aprovechar nuestras enseñanzas y sin conocer si ellos volverán a tropezar una y otra vez en la misma piedra como lo hicimos nosotros, nuestros padres y los padres de nuestros padres.
Porque aunque el mundo lleve millones y millones de años girando sin parar, nosotros siempre estaremos en el mismo sitio.