Why?
¿Por qué solamente recordamos, guardamos y tenemos verdadero aprecio a aquellas fotografías en las que salen retratados unos niños inmaculados y sonrientes, como sacados de un anuncio del nuevo Ariel Ultra?
¿Qué pasa? ¿Es que también nos han obligado a enmascarar hipócritamente la verdadera y descarnada imagen del planeta en el que vivimos? ¿La, en la mayoría de los casos, sucia cara del mundo real?
¿No es verdad que hay también en este precioso rincón del universo niños que sufren y mueren por falta de alimentos? ¿Niños enfermos de males fácilmente curables por el todopoderoso mundo desarrollado que se gasta miles de millones de dólares en financiar guerras carentes de sentido para la mayoría de las gentes de a pié, en países desconocidos de esos que no existían en los mapas de geografía que estudiábamos en el colegio cuando éramos pequeños?
¿No es verdad que incluso esos angelicales, y al mismo tiempo artificiales, niños que aparecen en las fotos que nuestros familiares y amigos llevan en sus carteras, pasan la mayor parte de su infancia (y en algunos casos vidas) llorando? Ya sea por una caída de la bici o por la muerte de su mascota; por la vergüenza de haber mojado la cama con sus sábanas de colores o por una pesadilla que les despierta a media noche; por el inmenso y malentendido dolor de una de esas penas llamadas de amor o por la impotencia de convivir con unas personas que no te comprenden…
Ha llegado un momento en el que después de tanto bombardearnos con imágenes triunfalistas, iconos futuristas e inútiles mensajes subliminales, nos hemos convertido en meros autómatas, mentes obtusas y vacías, profundamente invadidos por un egoísmo tal, que ya no somos capaces de discernir entre lo que verdaderamente es importante y real en la vida.
Menos mal que todavía queda en nuestro universo más próximo y degradado un puñado (y solamente un puñado) de grandes fotógrafos que no temen enfrentarse con los poderes moralistas que nos rigen. Un selecto puñado de románticos fotógrafos que están hastiados de ver a las incautas e indefensas víctimas del bombardeo compulsivo de unos medios de comunicación descerebrados. Aburridos de observar atónitos la gran cantidad de grotescas noticias que aparecen un día tras otro en los telediarios de las tres o de las cinco o de las nueve, recordándonos que seguimos viviendo en una época que creíamos pretérita en la que todo lo realmente importante era enmascarado por una censura perfectamente dirigida como si de una cabeza borradora se tratase. Aquella desconocida tribu que pasa toda su vida captando y dando vida a los momentos reales, a esos instantes decisivos en los que lágrimas ganan la partida a los anuncios. Un casi extinto puñado de fotógrafos que llama a las cosas por su verdadero nombre, que retrata el sufrimiento de los niños en sus juegos de mayores, que intenta no hacer caso de los consejos impuestos por sus padres, que elige libremente qué libros leer, qué países visitar, qué absurdas religiones abrazar. Esos héroes desconocidos que todavía pintan la sangre de color rojo y el cielo de color azul. Aquellos a los que no les interesa los problemas económicos del omnipresente y multimillonario fútbol, ni los cotilleos de las revistas del corazón, ni la prensa deportiva con sus grandes titulares que hablan de un nuevo seleccionador, ni de las perfectamente comprensibles y carentes de relevancia corridas del famoso rey de los cosos “Clinton de Ubrique”, ni de las bodas de las niñas bien, ni de los perfumes o relojes o no sé que ultimo cachivache que anuncia y lleva por nombre el de un famoso con acento americano, ni de saber lo buen o mal amantes que son los españoles y que por supuesto ni han estado en Marte ni puñetera falta que les hace.