Instantes de un Recuerdo
Diario de Viaje
Viajar, es la gran excusa de la que todos nos valemos en algún momento de nuestras vidas para capturar imágenes de todos aquellos instantes y de aquellas situaciones pasadas que nos gustaría recordar, de un presente ya vivido y al mismo tiempo olvidado. Todos más tarde o más temprano sentimos esa imperiosa necesidad tan “moderna” como la propia humanidad.
No importa allí en donde hayamos nacido o nos hayamos criado, ni quienes sean nuestros amigos o enemigos, ni siquiera si hemos hecho algo digno en nuestras vidas para merecer ser recordados. Ya vivamos en un bonito y lujoso apartamento de la gran manzana, o en un renacentista ático desde el que poder ver los cálidos colores del atardecer sobre la Citè, creando brillos multicolores sobre las aguas del yacer de un río, pleno de cantos rodados por el fluir de millones y millones de gotas que conforman un todo compartido.
Tampoco nos preocupa ni le damos mayor importancia a ese lugar designado por el azar en el que vamos a desgastar una gran parte de nuestro intelecto en recordar, bastante más tarde y delante de nuestros atónitos familiares, todos los mal pronunciados nombres de exóticos lugares perdidos en los mapas, de templos profanados por culturas autoproclamadas salvadoras, de ciudades ciento y una mil veces conquistadas por andrajosos y malolientes tiranos atiborrados de vino barato y sedientos de la sangre de esas jóvenes y bellas princesas vírgenes, de los cuentos de hadas que nos relataba nuestro abuelo cuando aún éramos unos niños carentes de malicia.
Obsesionados, hacemos especial hincapié en acotar y dibujar fielmente aquella realidad que una vez disfrutamos, valiéndonos de todos aquellos adornos que nos son posibles para intentar aderezar y maquillar esos instantes en los que nos sentimos solos y vulnerables por primera vez, separados de todo aquello que nos daba la seguridad de lo cotidiano y lo conocido.
Viajamos (o eso es lo que proclamamos) para olvidar, para escapar de esa pretendida monotonía de la rutina en la que estamos inmersos y nos despierta todas las mañanas a la misma hora y en la misma cama. De esa rutina que nos hace dormir de un cansancio no conseguido, de un sufrimiento irónicamente disfrazado.
Hasta que de pronto un día despertamos de la mentira en la que vivimos y nos damos cuenta que somos un puñado de jodidos esclavos. Que todo lo que hemos estado haciendo y todo por lo que hemos estado luchando no tiene ningún sentido. Que nosotros viajamos única y exclusivamente para hacer fotografías, nuestras fotografías, y no para congelar absurdos recuerdos de esos países, de esas culturas, de esas pobres gentes que nos padecen. Hacemos fotos y solamente nuestras fotos. Congelamos nuestros momentos, nuestros aromas, nuestros pensamientos, nuestro “yo” más descarnado y sincero. No importa en qué lugar del planeta, si de día o de noche, si en invierno o en verano, si rodeados de la algarabía propia de un oloroso mercado flotante de Bangkok o en la más cruda de nuestra ansiada y pretendida soledad, en una vieja y desconchada habitación de un hostal del barrio chino de qué importa qué ciudad ¿No son todas iguales? Yo creo que sí. Lo mismo que para la mayoría de la gente lo son nuestras queridas fotos de viaje, todas ellas tomadas en un único, parecido e imaginario lugar de nuestra imaginación. Esas imágenes que iluminan nuestro diario personal, aquellas que conforman nuestra historia, las que ilustran nuestro único y más largo viaje, esas que recordaremos el resto de nuestras vidas porque es en ese crucial momento, cuando realmente comenzaremos a tener algo propio y digno que recordar.