El Nacimiento de la Primavera
Alicia Expulsada del País de las Maravillas
Recuerdo con nostalgia aquellas preciosas y cálidas tardes de otoño en las que era todavía un pintor desconocido. Un joven pintor de gran vitalidad, impregnado de esa vieja y olvidada sangre romántica que le hacía pasar largas noches en vela, perturbando los sueños de sus amigos los moradores del alba. Un pintor que lo único que hacía y que quería hacer el resto de su vida era pintar. Un pintor que disfrutaba con cada uno de los efímeros instantes en los que su pincel surcaba la preciosa estepa blanca de la pasión. De esa su enfermizamente obsesiva gran pasión, pintar.
Pintar nada más levantarse por las mañanas con el alegre canto de sus amigos los gorriones que habitaban su balcón. Pintar durante el desayuno en las arrugadas y enmohecidas cajas rojas de cereales. Pintar sobre el vaho que envolvía el espejo del baño, ocultando su rostro, los grises días en los que la relajación del agua constituía un momento de inspiración y merecido descanso. Pintar con los granos de arroz de su plato, creando maravillosas composiciones compuestas por millones y millones de puntos que conformaban una gran línea imaginaria hacia su alma, mientras escuchaba el hipnotizante vuelo de una mosca. Pintar con sus largos, delgados y amenazantes dedos, tétricas sombras chinescas desde su cama justo antes de caer rendido ante el inmenso lienzo azul de la noche.
Toda su vida, era un constante ir y venir de siluetas, de blancos, de formas, de colores, de pelos de cerda, o de marta, o de ana, o de alicia, o de no se sabe qué siniestro animal que vivía en el bosque. Todas sus inspiraciones y todas sus expiraciones estaban encaminadas a construir una imagen permanente, perteneciente a un gran boceto mental, solamente trasladable a una vetusta y apolillada madera sacada del desván, por medio de una depurada, exquisita y obviada técnica aprehendida de un anciano gran maestro italiano. Todo era perfecto.
Pero de repente, una calurosa mañana de verano, cuando la sensación de felicidad rozaba el más humillante dolor, apareció caminando por el angosto sendero del lago, una bella y radiante jovencita vestida con etéreas sedas transparentes, que dejaban entrever los preciados y exquisitos aromas de la primavera, mientras bailaban cómplices con la tórrida brisa que descendía de las montañas.
Portaba entre sus rosadas y delicadas manos una diminuta caja negra de piel y cartón, envejecida por el paso del tiempo y la dureza de las estaciones. Una pequeña y graciosa caja que contenía sus recuerdos. Una pequeña y silenciosa caja con la que podía capturar sus pensamientos. Una pequeña y misteriosa caja con la que delimitaba sus deseos.
Fue en aquel momento, cuando nuestro querido y adorado pintor (ese que solamente pensaba a todas horas en pintar) quedó prendado de la belleza de aquella joven de largos cabellos, y de la enigmática cajita que siempre la acompañaba en sus paseos. Fue entonces, cuando un sentimiento diferente al de pintar, invadió todos los rincones de su ser con una fuerza inusitada. Fue entonces, cuando los pelos de sus pinceles, los colores de sus botes, los blancos de sus lienzos, se quedaron huérfanos de padre por primera, única y última vez. Fue entonces, cuando la obsesión de pintar dejó paso a otra novedosa, profunda e intensa sensación; la de amar.
Amar. Ese el nuevo divertimento con el que ocupar las largas noches de frío invierno.
Amar. Esa la utópica diversión con la que enmascarar sus retorcidas y agónicas pinturas.
Amar. Ese el desgraciado legado que le cedieron sus ancestros por el que dejó de pintar.
Ese el regalo con el que comenzó a mirar, a disfrutar, a vivir, a sentir, a gozar, a fotografiar.