África. El Paraíso de los Corazones Olvidados
Expedición Médica Togo-Ghana 2005
“Dormiría poco, soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz. Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen…”
Nunca llegué a pensar que pudiera costar tanto contar una historia. Pero sí.
Dicen los sabios e inútiles manuales de la buena escritura que lo suyo es comenzar por el principio. ¿Pero cual es el principio? ¿Quién lo sabe?
Algunas veces, la mayoría cuando se habla de cosas importantes, en la vida, lo mismo que en la literatura, que es lo mismo, encontrar adjetivos, principios y fines se antoja demasiado complicado. El reto blanco del papel huérfano es demasiado goloso para un inconformista practicante, aunque una desmedida prueba. Narrar, intentar explicar, resumir son verbos de difícil conjugación.
En esta ocasión, aunque parezca bien peregrino saliendo de los labios de un alma de piedra, solo se me viene a la cabeza la palabra amor. Extraño sustantivo. Curioso sentimiento.
Amarás a tu padre y a tu madre. Amarás a tus hermanos. Amarás la naturaleza, esa a la que tantas veces has mancillado. Amarás al prójimo, ese con el que tanto has peleado y has odiado hasta la muerte…
Y de repente te encuentras, otra vez, en África. En el África dura, enferma, jodida y olvidada. En ese África que no sale en las guías de viajes. En el África de los soñadores, de los aventureros, de los visionarios. Del sufrimiento.
Hace años, conocí a Pepe, en ese extraño punto del planeta. Y me enamoré del brillo de sus ojos al relatar cierta visión –alucinación dirían algunos- que un día tuvo. Desde entonces, con puntualidad británica, lo encuentro por ciertas latitudes rodeado de ilusión, extraños cachivaches y de un grupo, cada vez más grande, de benditos locos como él. La verdad es que no me explico muy bien, o sí, como alguien puede llegar a involucrar, a seducir, a instituciones con corazón en las que prima más el altruismo que las frías estadísticas y, sobretodo, a cierto atajo de “zumbados” de la medicina, de diferentes especialidades y procedencias, a dejar la tranquilidad y la seguridad de nuestro querido primer mundo y el amor de sus seres queridos, para meterse de lleno en la ciénaga del sufrimiento sub-sahariano. De vez en cuando, lo imposible se antoja demasiado sencillo. Menos mal. Todavía queda un pequeño resquicio de esperanza.
La insoportable levedad
El tiempo pasa. Inexorable. Rápido. Cada día más y más veloz. Se nos escapa de las manos sin apenas darnos cuenta. Allá, en la cuna de la civilización, aún más si cabe.
La vida, ese pequeño lapso antes de la desaparición –por lo menos para los que no creemos en ese más allá que nos han vendido- del aquí conocido, comienza a adquirir sentido cuando descubres que el vecino, el pobre que sufre en especial, existe para algunos. Tic, tac, tic, tac…
La acción comenzaba temprano en el campamento de los batas blancas. En cada una de las bases en las que estábamos diseminados por aquella tierra. La sección ojos, operando cataratas africanas -esto es, en argot sabano-médico, ¡cataratas que te cagas!- sin descanso en Dapaong, la vieja conocida del norte de Togo. El equipo B, famoso donde los haya, surcando cada amanecer recónditas pistas plenas de baches en busca de ceguera en remotas aldeas y del omnipresente (es gratificante observar un descenso más que significativo de esta patología en las poblaciones que se visitaron años anteriores) y maldito tracoma.
Los traumas, la primera semana abriendo manos, y pies, y todo lo que se les ponía por delante en Binde, un pequeño poblado sin agua, sin luz y sin nada –el culo del mundo cada vez nos sorprende en un enclave diferente- de nada, al otro lado de la frontera, en Ghana; y más tarde en el querido hospital madre –ese que se llevó, dotado con la última tecnología, pieza a pieza, hace ya cuatro años, desde la ya no tan lejana España- de la expedición, en Dapaong. Y mi querido hermano Dante, el pediatra, que se metió por el pecho quince días –con sus quince solitarias noches- de niños, niños y más niños en Nadjundi, frontera con Burkina Faso, el paraíso de los corazones olvidados.
Alguien me contó, imagino que en alguna noche de lúcida borrachera, que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado por siempre. En África, he conocido muchos padres, de parentesco espiritual, blancos… ¿verdad chicos?
La lógica termina allá en donde comienza el Togo.
Vivir eclipsados por el sol. Por ese padre sol que nos da la vida y que allí, además, se presenta de las formas más crueles y heterogéneas posibles: la enfermedad, el hambre, la guerra… son todos cara, y al tiempo cruz, de una misma moneda. Los rostros que adopta la pesadilla son de lo más suculento y variado. Allá, en la sabana, el único día fácil fue ayer. El hoy, es la lucha por la supervivencia, la búsqueda desesperada en medio de la necesidad. La ausencia. El mañana, simplemente no existe. Pero qué más da, la muerte puede llegar a ser un mal menor.
El mundo está loco, o Dios es sordo.
Uno de los pocos placeres que les puede quedar a los habitantes de esta parte de la sabana, es el de poder disfrutar de la extraña belleza de este árido paisaje castigado por el astro rey. Hasta esa pequeña licencia, ajena al purgatorio, se les es extirpada sin piedad. Pareciera como si el juez que preside el vasto tribunal de polvo y arena se hubiese acordado que la palabra piedad no está contemplada en su código deontológico. Ceguera. Perpetua condena en forma de oscuridad.
Africa on my mind
Recuerdos, historias, situaciones, pensamientos, sentimientos imposibles de narrar. La cadencia infernal apabulla el cerebelo. Excesivo por relatar. Demasiadas aventuras, demasiadas instantáneas, demasiados pacientes, demasiadas cirugías, demasiados kilómetros recorridos en busca de “clientes”… demasiada enfermedad.
La felicidad existe, aunque a veces, no esté tan cerca como pensemos. ¿O si?
Escritura automática. Surrealismo del trópico, furtivo, y liberador. Hay que sacar los fantasmas de alguna forma. ¿Quién puede olvidar los instantes de vida realmente vivida y disfrutada?
Ya sólo quedan las nostalgias con las que me acuesto cada noche en una remota, o no tan remota, aldea al otro lado de un océano: El ajetreo del quirófano. Las “excursiones” con los colirios hacia los confines de lo conocido. Las impresionantes filas de enfermos ante cada nueva consulta. Los largos días de curro a más de cuarenta grados. La expresión de los operados cuando volvían –ahora siempre miro directamente a los ojos- a ver luz. Las lágrimas, de miedo, de los nenes antes de la anestesia. Las heridas abiertas. La sangre. La música de opera, a todo gas, en el todo-terreno en medio de la oscura noche de silencio compartido. Las estrellas, las preciosamente fugaces, que nunca acertaste a ver, de aquel cielo que embruja a quien sabe degustarlo. El rostro de alegría de quien yo me sé, cuando una mano amiga lo saludó tras muchos días sin ver otra cosa que niños enfermos. La cena, a media luz, de cumpleaños de Pepe. La cara -sólo por eso merece la pena volver- de las “peques” ante cada nuevo descubrimiento. Aquellos precisos ojos verdes de sorpresa, y felicidad, rodeados todititos de pequeños con tracoma. Las veladas en nueva familia. Las caricias furtivas. Las confidencias en la cálida madrugada. La amistad.
Es curioso descubrir lo mucho que puedes llegar a apreciar aquello que nunca has tenido. Mi abuelo siempre me inculcó que lo importante no es la cantidad, eso es fácil.
El amor. Siempre se me viene a la cabeza el mismo vocablo. No sé por qué.
En fin. Todo más tarde o más temprano concluye. Súbitamente. Antes de que nos demos cuenta. De un momento para otro. Chao. Hasta la próxima. Porque habrá próxima. Si el Padre Celestial, o vete a saber quién, quiere. Rezaré, o me tomaré unas cervezas a su salud, por ello. Únicamente resta decir, como bien apuntaría el compilador de pensamientos: os quiero no por quién sois, sino por quien soy cuando estoy con vosotros, allá en un punto perdido y olvidado de ese África que una vez nos sedujo y tanto amamos.